Querido joven brillante: quédate en tu país y sufre — es lo patriótico

Ah, la vieja cantinela nacionalista disfrazada de preocupación social. Esa oda al sacrificio inútil y al resentimiento institucional que, con tono paternalista y olor a café rancio de ministerio, se atreve a mirar al joven investigador que ha conseguido un postdoctorado en Zúrich o un trabajo en Boston y decirle, sin sonrojarse: «Pero… ¿y tu país? ¿No crees que deberías volver? Después de todo, te formamos nosotros».

Porque no hay nada más sublime —y aquí uso el término con el sarcasmo que exige la ocasión— que ver a un Estado fracasado reprochar a sus ciudadanos por no quedarse a padecer en silencio la mediocridad que él mismo perpetra. Imagínese la usted escena: un joven español, tras años de másteres, becas miserables, contratos basura y algún que otro abuso académico con aroma a explotación legalizada, decide largarse. Y cuando por fin prospera en un país que sí paga su talento en lugar de insultarlo con 1.200 euros y palmadas condescendientes, le cae encima la voz ronca del “deber patriótico” como si acabara de asesinar a Cervantes en un callejón.

En esta línea, el gran chantaje sentimental se convierte en una obra maestra de hipocresía. “Es que te formamos con dinero público”, le dicen. Qué maravilla. Qué monumento al cinismo. Como si el Estado fuera un benefactor celestial y no una maquinaria alimentada por los impuestos de sus propios ciudadanos —entre ellos, los padres, abuelos y hasta el propio joven que se va, que lleva años pagando el IVA de cada café que necesitó para no volverse loco escribiendo artículos científicos que nadie en el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades leerá jamás.

Pero claro, el discurso funciona. El patriotismo mal entendido es una droga dura. La gente que jamás leyó a Kant ni pisó un laboratorio opina desde el bar: “Con todo lo que le hemos dado, y se va”. Sí, se va. Porque no todo el mundo está dispuesto a vivir a sueldo de la humillación institucional y los contratos de tres meses con 14 pagas (pero sin ninguna confirmada). Porque hay gente que aún recuerda que la vida puede tener dignidad, proyectos y calefacción.

No se equivoquen. No es que al Estado le importe el talento joven. Le molesta que se note que lo está perdiendo. Nada irrita más a un burócrata que el espejo. Porque si ese chico que ahora publica en de Lancet o Acta Mathematica se hubiera quedado a malvivir en un centro de investigación sin presupuesto y con goteras, habría encajado mejor en el relato nacional de sacrificio absurdo.

¡Cómo va a soportar el sistema que alguien escape a su destino de resignación ilustrada! Eso descoloca el reparto de papeles: el joven debía ser víctima, no protagonista. Debía vivir en una buhardilla en Lavapiés, con dos másteres, trabajando de community manager por 1.000 euros, votando con esperanza y esperando que el próximo presupuesto prorrogado le salve la beca. Pero se fue. Peor aún: triunfó. Y eso no se perdona.

Nos encanta hablar de patria. Como si el país fuera una madre buena y sufrida, que todo lo da y nada pide. Pero en realidad, la patria a veces se parece más a una madrastra borracha que te grita desde el sofá que “nunca serás nada”, y cuando por fin lo eres —pero en otra casa—, te llama traidor.

Qué curioso que nunca se exija “devolver” lo invertido a los evasores fiscales, a los bancos rescatados o a los políticos de carrera. Solo al joven que se va. Él sí debe cargar con la mochila emocional de la deuda impagable. No por dinero, no. Por “honor”. Por “responsabilidad histórica”. Por “solidaridad generacional”. Todos esos conceptos que no sirven para comprar comida pero sí para llenar titulares.

Y si acaso protesta, entonces le cae el cliché definitivo: “Es que solo piensas en ti”. Qué escándalo. Imagínense querer tener una vida plena sin pedir permiso a la patria. Imagínense querer trabajar en condiciones dignas sin tener que pasar por una oposición absurda, un tribunal endogámico o una beca que exige 40 horas de trabajo por el salario emocional del “prestigio académico».

Por esta razón, querido joven brillante, ¡Huye! No mires atrás. A todos los que hoy están fuera: no se sientan culpables. No “le deben” nada al Estado que no haya fallado antes en su obligación de garantizar un mínimo de condiciones para su desarrollo. No tienen que volver si volver significa rendirse. No tienen que soportar el reproche de quienes jamás fueron juzgados por fracasar en construir un país a la altura de su gente.

Y si algún día regresan, que sea por deseo, no por deber. Que sea porque el país ha cambiado, no porque ustedes decidieron resignarse. La verdadera traición no es marcharse, sino aceptar vivir donde no se puede respirar.

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