El negocio del problema. ¿Por qué no se resuelven los males que nos devoran?

Antes de comenzar, quiero citar una frase memorable de Indiana Jones y la Última Cruzada: “La arqueología es la búsqueda de hechos, no de la verdad. Si lo que te interesa es la verdad, el aula de Filosofía del Dr. Tyree está al final del pasillo”. Del mismo modo, si lo que buscan es “la verdad” con mayúsculas —esa versión reconfortante y empaquetada de la realidad— pueden dirigirse a los medios de comunicación tradicionales como Antena3 y TVE. Pero si están dispuestos a cuestionar narrativas, desenterrar contradicciones y seguir el rastro crudo de los hechos, entonces sigan leyendo este artículo.

Vivimos en un tiempo en el que los problemas sociales no son vistos como desafíos que requieren solución, sino como activos estratégicos en el tablero del poder. La política actual no se construye sobre la base de resolver problemas, sino sobre la capacidad de gestionarlos simbólicamente, explotarlos electoralmente y prolongarlos estructuralmente. Así, lejos de ser corregidas, las grandes fracturas sociales —la pobreza, la violencia, la desigualdad, la crisis institucional o el colapso ambiental— son administradas con esmero, alimentadas con discursos y mantenidas con recursos, porque su persistencia sostiene las narrativas, financia campañas, activa identidades y preserva carreras enteras.

Este fenómeno, que podría parecer cínico a primera vista, no es una anomalía del sistema: es su funcionamiento normalizado. Los problemas no se resuelven no porque falten ideas, capacidad técnica o diagnósticos precisos, sino porque resolverlos significa desmontar las estructuras de poder que se alimentan de su permanencia. Así como el incendio alimenta al bombero negligente que necesita ser llamado una y otra vez, el problema crónico alimenta a quienes viven de combatirlo sin extinguirlo.

En efecto, la pobreza no solo es una tragedia humana: es también un negocio estable. Alrededor de ella florecen ONGs, consultoras, misiones internacionales, centros de estudios, programas estatales y organismos multilaterales. Ninguno de ellos —al menos no en su diseño operativo— está preparado para desaparecer. Resolver la pobreza implicaría, entonces, dejar sin causa a esos actores, cancelar su razón de ser, y con ello, cuestionar todo el andamiaje económico, discursivo e institucional que la mantiene viva bajo la forma de lucha.

Del mismo modo, los gobiernos no administran la inseguridad para derrotarla, sino para justificar sus narrativas de control; los medios la explotan como espectáculo, las empresas de seguridad privada como nicho de mercado, y los políticos como fuente de miedo movilizador. El sufrimiento, en todos estos casos, se transforma en una forma rentable de gobernabilidad emocional, una moneda que se intercambia en las oscuras bolsas del poder simbólico.

Ahora bien, si a esta lógica de explotación estructural sumamos un elemento aún más corrosivo —el de la polarización ideológica—, el escenario se vuelve completamente estéril para cualquier forma de solución real. Porque, en el momento en que los problemas dejan de ser asuntos técnicos o éticos y se convierten en emblemas identitarios, su resolución deja de interesar. La política contemporánea no se organiza en torno a lo que se propone hacer, sino en torno a lo que se representa ser. Y un problema, en ese marco, se vuelve más útil como símbolo que como desafío concreto.

Esto explica por qué temas como el aborto, la migración, el narcotráfico o la seguridad han dejado de ser objetos de deliberación racional y se han convertido en banderas emocionales. Los actores políticos, lejos de buscar puntos de encuentro, se aferran al problema como marca de pertenencia, negando cualquier solución que provenga del adversario. Así, resolver el problema sería equivalente a desactivar una fuente de cohesión tribal, a renunciar a una causa que moviliza y ordena identidades.

En consecuencia, los problemas se fosilizan como parte del relato, y se protegen con el mismo fervor con el que antes se protegían las verdades religiosas. En lugar de buscar políticas públicas eficaces, se construyen relatos de heroísmo y victimismo. En lugar de resultados, se valoran las intenciones. Y en lugar de corregir desviaciones, se amplifican los antagonismos.

Este fenómeno no solo se mantiene, sino que se intensifica, debido a una estructura institucional que premia el corto plazo y penaliza la visión estratégica. La democracia electoral moderna, tal como está diseñada, fomenta el cortoplacismo como criterio rector: todo debe ser visible, medible en encuestas, fácilmente comunicable y —sobre todo— rápido. Pero los grandes problemas sociales, por su propia naturaleza, requieren décadas de transformación sostenida, reformas estructurales impopulares y costos iniciales altísimos. No hay votos en el largo plazo. No hay rating en la planificación. No hay titulares en la prevención.

El impacto es demoledor: se castiga a quien quiere hacer lo correcto, y se premia al que hace lo que suena bien. Los líderes que se atreven a plantear políticas de fondo —aquellas que no ofrecen soluciones inmediatas, pero sí profundas— son tildados de tecnócratas, fríos o elitistas. En cambio, los demagogos que ofrecen promesas mágicas, soluciones instantáneas y enemigos claros, gobiernan las pasiones de una ciudadanía saturada de incertidumbre y alimentada por el miedo.

Por si fuera poco, cuando alguien se atreve a decir que el problema es estructural, automáticamente se genera un ambiente de resignación o de parálisis estratégica. En muchos casos, la complejidad real de los problemas es utilizada como excusa para no actuar. La frase “es muy complejo” se ha convertido en una versión postmoderna del “no se puede hacer nada”. Así, la complejidad se transforma en un velo que neutraliza el coraje político, y convierte al experto en un administrador de imposibilidades.

Sin embargo, no debemos confundir lo complejo con lo irresoluble. Todo problema complejo puede abordarse si existe un enfoque sistémico, intersectorial y persistente. Pero esto requeriría voluntad real, instituciones sólidas y cultura de cooperación: tres elementos que escasean en los sistemas donde el caos es funcional, la fragmentación es deseada y la parálisis es rentable.

En última instancia, el mayor enemigo de la solución no es la ignorancia, sino la conveniencia. Resolver un problema exige desmontar rentas simbólicas y económicas, eliminar intermediarios ineficaces, cuestionar jerarquías establecidas y desarticular relatos identitarios. No hay forma de resolver la pobreza sin afectar a quienes se lucran con ella; no se puede combatir el crimen sin desmontar redes que lo administran; no se puede reformar la educación sin tocar privilegios gremiales, editoriales o ideológicos.

Dicho de otro modo, quien quiera realmente resolver un problema se convertirá, por definición, en un enemigo del orden establecido. Porque su gesto —ética y técnicamente necesario— implicará una amenaza directa a todos los actores que han hecho del problema su fuente de poder, su escudo discursivo, su coartada moral. Y en un sistema acostumbrado a la explotación del dolor como capital político, la solución es percibida como una traición a la estructura misma del relato dominante.

Por eso, la única forma de empezar a resolver los problemas reales de nuestra época no es solo con reformas, sino con una insurrección moral contra el cinismo estructural. Hay que recuperar la capacidad de escandalizarse no solo por la existencia de los problemas, sino por su uso como materia prima del poder. Hay que exigir que la política deje de ser una escenografía de indignación permanente y se convierta, de nuevo, en una herramienta de transformación concreta.

Porque si no lo hacemos, si seguimos aceptando esta economía simbólica de la impotencia, lo que tendremos no será una democracia activa ni una sociedad justa. Lo que tendremos, en el mejor de los casos, será una administración profesional del colapso. Una política domesticada que gobierna sobre ruinas, pero con discursos pulidos como sucede en España. Y ciudadanos que, en lugar de ser protagonistas de la solución, seguirán siendo rehenes —emocionales, fiscales y simbólicos— del problema.

Porque en política —y también en otras esferas sociales— los problemas rara vez se abordan como asuntos a resolver; más bien se administran como capital político y económico. Recordemos aquella célebre conversación entre Zapatero y Gabilondo, cuando un micrófono abierto dejó escapar la frase “nos conviene que haya tensión”. Y, tampoco olvidemos a Rodrigo Rato cuando reconocía que “cuanto peor vaya la economía, mejor para nosotros”. Ambos episodios revelan una verdad incómoda: el conflicto no siempre se busca aplacar, sino mantener vivo para obtener rédito. Y, ya que estoy inspirado, paso a exponerles de manera directa los factores clave:

  1. Problemas como activos
  • Un problema sin resolver genera discursos, campañas y justificaciones de gasto.
  • Mantenerlo “abierto” permite a los actores políticos movilizar votantes, obtener donaciones y aparecer en medios.
  1. Beneficio para las élites
  • Las crisis constantes (inseguridad, migración, inflación, educación) consolidan carreras: hay expertos, consultores, ONGs y burócratas cuya existencia depende de que el problema no desaparezca.
  1. Corto plazo vs. largo plazo
  •  Resolver de raíz implica reformas profundas, con costos inmediatos y beneficios diferidos. Eso rara vez conviene en un ciclo electoral donde lo urgente gana sobre lo importante.
  1. Polarización como negocio
  •  Los problemas se convierten en banderas de identidad. Resolverlos quitaría munición a los partidos y reduciría la tensión que mantiene a la gente enganchada. ¿Recuerda la conversación entre Zapatero y Gasbilondo?
  1. Complejidad real
  •  Algunos asuntos son estructurales (pobreza, drogas, desigualdad) y requieren coordinación de múltiples niveles. En sistemas fragmentados, esa coordinación es casi imposible.

En suma, el negocio del problema es, en realidad, un negocio del alma colectiva. Los dirigentes lo saben: una ciudadanía adicta a la indignación resulta más manejable que una sociedad madura que exige resultados. Y la psicología es clara: cuando un individuo se acostumbra a definirse por sus heridas, deja de tener incentivos para curarse; lo mismo ocurre con los pueblos que convierten sus problemas en tótems identitarios. Así, la miseria se transforma en patrimonio, la inseguridad en marca de época y la desigualdad en símbolo de pureza moral. Hemos reemplazado la vieja religión de los dogmas por la nueva religión de los problemas: ídolos rentables que nadie quiere derribar. Y lo más corrosivo es que enfrentarse a un problema real exige sacrificar el confort de la víctima y asumir la responsabilidad del héroe, una transición que tanto los individuos como las sociedades temen. Mientras no aceptemos que resolver significa perder identidades, privilegios y excusas, seguiremos administrando ruinas con discursos brillantes, celebrando la perpetuidad de lo insoluble como si fuera la más noble de las victorias.

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