Disonancia cognitiva II

Recientemente he conversado con varias amistades, ambas personas bien educadas e inteligentes que sin embargo reflejan una disonancia cognitiva descontrolada con respecto a la situación política en España. Ante esta situación, he optado por escribir otro artículo sobre la disonancia cognitiva y profundizar más.

Esta segunda reflexión no busca reiterar lo ya expuesto, sino profundizar la grieta. Allí donde antes analizamos el malestar psíquico ante la incoherencia, hoy cartografiamos sus instituciones: la escuela, el parlamento, el noticiero, la plataforma de streaming. Cada una de ellas fabrica, legitima o estetiza la disonancia. Por eso, esta segunda parte es necesaria. Porque si no entendemos cómo opera estructuralmente esta fractura entre lo que creemos y lo que vivimos, jamás podremos restaurar la integridad personal ni la coherencia colectiva.

La disonancia cognitiva, lejos de ser un error de juicio menor, es la grieta primordial en la estructura psíquica del hombre moderno. Fue Leon Festinger, en 1957, quien osó nombrarla con el rigor científico que el fenómeno merecía. Pero los griegos ya la conocían. Edipo, al descubrir que había matado a su padre y yacido con su madre, no se limitó a modificar sus creencias: se arrancó los ojos. Ahí radica el dilema ontológico de la disonancia: cuando la realidad confronta nuestras convicciones más profundas, no solo se tambalean las ideas, también se disuelve el yo.

Esta condición humana se ha convertido, en la civilización posmoderna, en una herramienta de ingeniería psicosocial. La educación, los medios, la política: todos los dispositivos institucionales contemporáneos inducen, canalizan y explotan la disonancia cognitiva para mantener el statu quo. Las contradicciones entre lo que se dice y lo que se hace, entre lo que se promete y lo que se ejecuta, han dejado de ser anomalías para convertirse en la norma. Esta patologización de la incoherencia ha hecho que la verdad, lejos de ser una meta, sea una molestia.

Desde el enfoque de la psicología profunda, y en la tradición de Carl Jung, podríamos decir que la disonancia cognitiva es el eco del arquetipo de la sombra: esa parte de nosotros mismos que rechazamos y proyectamos. En el ámbito colectivo, esa sombra se traduce en ideologías que exaltan la tolerancia mientras cancelan al disidente, en pedagogías que hablan de igualdad mientras reproducen la exclusión, en sistemas democráticos que glorifican la libertad mientras censuran el pensamiento no alineado.

La disonancia no es simplemente un malestar cognitivo; es el precio que pagamos por querer vivir en un mundo moral mientras habitamos uno político. Si deseamos superarla, o al menos, comprenderla, debemos volver al logos, al sentido, al valor de la palabra dicha con coherencia y defendida con acción. Como señalaría Solzhenitsyn: “Una palabra de verdad vale más que el mundo entero”.

Las democracias liberales europeas están construidas sobre una paradoja: proclaman la autodeterminación individual mientras imponen un marco ideológico que limita las formas aceptables de pensamiento. El ciudadano se encuentra atrapado entre ideales nobles y realidades indignas. El ejemplo español es paradigmático: el ciudadano medio escucha, desde las cátedras institucionales, que vive en una sociedad plural y participativa. Sin embargo, observa cómo su voto, su voz y su voluntad son absorbidos por una maquinaria política que privilegia la estrategia partidista sobre el bien común.

Esto se agrava cuando los partidos políticos presentan proyectos incongruentes con sus propias trayectorias. Cuando un partido que defiende los derechos laborales vota reformas que los precarizan, o cuando un gobierno que predica la transparencia impone restricciones al acceso a la información, la disonancia no es un efecto colateral: es el producto intencionado de una praxis cínica. El sujeto político, al intentar resolver esta disonancia, no recurre al análisis, sino a la lealtad emocional. No piensa: racionaliza. No delibera: justifica.

Un ejemplo paradigmático de esta disonancia institucionalizada en España se encuentra en la llamada “ley del solo sí es sí”. El gobierno que la impulsó, encabezado por una coalición que se presentó como abanderada del feminismo progresista y de la protección de las víctimas, terminó aprobando una norma que, por su defectuosa redacción jurídica, facilitó la reducción de penas e incluso la excarcelación anticipada de más de mil agresores sexuales. En lugar de asumir el error de diseño legislativo, altos cargos del Ejecutivo optaron por una estrategia comunicativa que buscaba desplazar la responsabilidad al poder judicial, tildándolo de machista o retrógrado. El ciudadano fue así testigo de una inversión discursiva: el aparato estatal que había fallado en proteger se presentaba, simultáneamente, como víctima y como salvador.

Este episodio generó una disonancia brutal, especialmente entre aquellos votantes que, identificados con los valores del movimiento feminista, vieron cómo la realidad política traicionaba sus expectativas más elementales de justicia. Sin embargo, muchos optaron por defender la ley, no por su eficacia, sino por su simbología. El debate público se enredó entonces en una maraña de acusaciones cruzadas, sentimentalismo institucional y blindaje ideológico, que impidió una revisión crítica del problema en sus propios términos jurídicos y sociales. La racionalidad se subordinó a la pertenencia tribal. La lógica fue esta: “Si la ley viene de los nuestros, entonces es buena, incluso si el resultado es objetivamente dañino”.

A este caso se suma uno más reciente: los audios revelados en el marco del llamado escándalo de las cloacas del PSOE, donde se escucha a figuras cercanas al partido hablar de cómo “la prioridad es salvar al soldado Ábalos”, en referencia al exministro de Transportes. La crudeza del material filtrado, que pone en evidencia estrategias de manipulación mediática y ocultación de responsabilidades, no ha motivado una respuesta institucional clara ni una asunción de responsabilidades contundente. Por el contrario, desde el partido se ha preferido minimizar los hechos, calificarlos de montaje o descontextualización, y acusar a sus críticos de connivencia con la derecha o de deslealtad institucional.

Esta reacción revela una nueva capa de disonancia cognitiva: incluso cuando las pruebas son explícitas, la narrativa oficial se impone sobre la evidencia empírica. El votante, atrapado entre el apego ideológico y la traición factual, opta muchas veces por negar la realidad o justificarla bajo el pretexto de que “los otros lo harían peor”. Así, se institucionaliza una cultura política donde el error no se corrige, sino que se gestiona simbólicamente. Se transforma en un campo de batalla retórico donde la verdad importa menos que la lealtad. La consecuencia es una ciudadanía emocionalmente exhausta, desinformada y, en última instancia, cínica frente a las instituciones que debería poder cuestionar con libertad.

Otro ejemplo evidente de disonancia institucional lo constituye la gestión de la DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos) por parte del Gobierno autonómico valenciano, encabezado por Carlos Mazón (PP). A pesar de que las alertas meteorológicas advertían con antelación sobre lluvias torrenciales severas, las medidas preventivas fueron tardías o inexistentes en muchas comarcas afectadas. La falta de coordinación entre administraciones, la respuesta insuficiente en términos de infraestructuras de drenaje y la ausencia de protocolos efectivos de evacuación y asistencia dejaron a decenas de municipios sumidos en el caos y la indefensión. La gravedad de los daños, que incluían pérdidas humanas y cuantiosas afectaciones materiales, no fue acompañada de una rendición de cuentas clara.

Aun frente a esta negligencia evidente, la cúpula del Partido Popular evitó cualquier crítica interna o exigencia de responsabilidad. Lejos de plantearse una sustitución del liderazgo regional, el partido cerró filas en torno a Mazón, blindándolo mediática y políticamente. Esta inacción, alimentada por el cálculo electoral y el miedo a ceder terreno frente al adversario político, reproduce una vez más el patrón de disonancia cognitiva: se antepone la lealtad partidista al interés general y a la justicia institucional. El votante conservador, enfrentado a las consecuencias materiales de la desprotección, se ve empujado a racionalizar la ineficacia como si fuera un mal menor o un producto de sabotaje ajeno. Así, la democracia pierde, una vez más, su capacidad de autodepuración.

Este tipo de dinámicas, lejos de ser anecdóticas, son síntomas estructurales de una democracia que ha perdido el vínculo entre el discurso y la acción, entre la responsabilidad política y la rendición de cuentas. La disonancia ya no es solo un malestar pasajero del elector crítico, sino una herramienta de gobernanza sostenida por la confusión, la propaganda y el miedo al adversario.

Este tipo de episodios no son excepcionales: son expresiones claras de cómo la política contemporánea produce disonancia como un modo de gobierno. Se legisla desde el gesto, desde la escenografía del compromiso, sin asumir las consecuencias materiales de los actos. La gestión simbólica sustituye a la gestión racional. Y el ciudadano, desconcertado, opta por proteger su identidad partidista incluso a costa de su integridad moral. Porque admitir que uno ha sido engañado por quienes eligió, es más doloroso que convivir con la mentira.

En toda Europa, esta disociación se manifiesta con virulencia. En Francia, el ideal republicano de “liberté, égalité, fraternité” convive con una represión sistemática y documentada contra movimientos sociales como los chalecos amarillos (gilets jaunes). Lo que comenzó como una protesta contra el alza del combustible y la precarización social degeneró en una confrontación abierta con el aparato estatal. Las imágenes de policías disparando balas de goma a manifestantes desarmados, provocando mutilaciones, contrastan violentamente con el relato oficial de una república humanista y garantista. Esta disonancia simbólica ha erosionado la confianza en las instituciones francesas, alimentando tanto el abstencionismo electoral como el crecimiento de extremos políticos en ambos lados del espectro.

En Alemania, la tensión entre el multiculturalismo promovido desde el Estado y las inquietudes sobre cohesión cultural ha sido fértil terreno para el auge de Alternative für Deutschland (AfD). La política de puertas abiertas impulsada durante el gobierno de Angela Merkel en 2015 permitió la entrada de más de un millón de personas sin filtros previos sólidos en materia de compatibilidad cultural, formación o antecedentes. Lejos de facilitar un proceso de integración paulatino y estructurado, en muchos casos se toleró la existencia de guetos paralelos, donde parte de la población migrante no solo se desvinculó de los valores democráticos del país receptor, sino que, incluso, adoptó una postura de imposición ideológica, especialmente en lo referente a códigos religiosos, roles de género o libertad de expresión.

Este desajuste entre el discurso integrador y la realidad social generó una disonancia cognitiva colectiva: el ciudadano alemán promedio era invitado a celebrar la diversidad como un valor incondicional, mientras en su entorno cotidiano aumentaban los conflictos culturales, los ataques a símbolos laicos y el cuestionamiento a libertades básicas, como los derechos de las mujeres o la educación científica. Esta contradicción ha sido explotada por fuerzas populistas, pero también ha debilitado al centro político, que se ve atrapado entre el relato de acogida y las exigencias de seguridad, cohesión y realismo social.

Lo más preocupante no es la existencia del problema, sino el tabú institucionalizado para nombrarlo con precisión, por miedo a ser tachado de intolerante. La consecuencia es una ciudadanía desorientada, atrapada entre un relato oficial que idealiza la diversidad y una experiencia cotidiana que le transmite señales opuestas. En lugar de políticas valientes que asuman esta disonancia y la encaren con claridad, Europa ha optado por una pedagogía del silencio, que agrava el malestar social y erosiona la legitimidad del orden liberal.

En los países nórdicos, modelos históricamente envidiados por su bienestar equitativo y sus sistemas transparentes, también se reproducen estas tensiones con una intensidad creciente. En Suecia, por ejemplo, la imagen internacional de un paraíso socialdemócrata choca frontalmente con una realidad compleja: el país ha experimentado un notable incremento en la violencia urbana, incluidos tiroteos y atentados con explosivos, concentrados principalmente en áreas urbanas con alta densidad de población migrante. Estas zonas, en ocasiones denominadas eufemísticamente “áreas vulnerables” por las propias autoridades suecas, operan como enclaves socioeconómicos segregados donde rigen normas paralelas al marco legal general.

Esta evolución ha sido el resultado de una política migratoria generosa pero desarticulada, que durante años priorizó la acogida sin garantizar estructuras de integración eficaces. El resultado ha sido una fractura cultural creciente, con jóvenes de segunda o tercera generación que no se sienten parte ni del país receptor ni de la comunidad de origen, y que encuentran en la violencia, el islamismo radical o la economía informal un canal de expresión y pertenencia. El reciente giro restrictivo en las políticas de asilo y el ascenso de partidos como los Demócratas de Suecia —que hace apenas una década eran considerados marginales— reflejan una reacción social a esta disonancia no reconocida: la ciudadanía, enfrentada a una experiencia que contradice el relato oficial, opta por opciones políticas que prometen restaurar el orden, aunque sea a costa de erosionar valores progresistas.

Este fenómeno no es aislado. En Dinamarca, el Partido Socialdemócrata ha adoptado una línea dura en materia migratoria, combinando retórica progresista con medidas de vigilancia, deportación y restricción de derechos. Esta hibridez ideológica, que confunde tanto a sus críticos como a sus simpatizantes, es un ejemplo elocuente de disonancia cognitiva estatal: un intento por mantener la coherencia narrativa del bienestar nórdico mientras se aplican políticas que niegan sus fundamentos igualitarios.

Más al este, en Hungría y Polonia, la disonancia se vuelve aún más explícita. Gobiernos que se autodefinen como democracias iliberales —una contradicción en los términos— aplican políticas que erosionan sistemáticamente la separación de poderes, la libertad de prensa y los derechos de las minorías, mientras continúan participando activamente en la Unión Europea, una comunidad fundada sobre valores opuestos. Viktor Orbán, por ejemplo, ha promovido reformas judiciales, educativas y mediáticas que concentran el poder en el Ejecutivo, mientras utiliza fondos europeos para sostener su infraestructura clientelar. En Polonia, la reforma del sistema judicial y la presión sobre medios independientes han sido acompañadas por una retórica católico-nacionalista que busca reconfigurar el espacio público.

Bruselas, por su parte, opta por una postura ambigua: condena las violaciones del Estado de derecho, pero continúa transfiriendo fondos estructurales que, en la práctica, sostienen esos regímenes. Esta duplicidad institucional revela hasta qué punto la disonancia cognitiva puede ser no solo una patología ciudadana, sino una técnica de gobernanza supranacional: se preserva la retórica de unidad y valores comunes, mientras se toleran desviaciones autoritarias que comprometen la credibilidad de todo el proyecto europeo.

Cada uno de estos casos pone en evidencia que la disonancia no es un fenómeno individual ni accidental: es una estrategia estructural que permite a los sistemas políticos convivir con sus propias contradicciones. Y lo más inquietante no es que los ciudadanos no vean estas incongruencias, sino que, aun viéndolas, aprendan a convivir con ellas como si fueran inevitables.

Esta realidad está magnificada por las tecnologías de la información. Como argumenta Jonathan Haidt, no somos racionales: somos racionalizadores. Y la arquitectura digital ha hecho de nosotros arquitectos de nuestra propia ceguera. Creamos burbujas de información  (Cámaras de eco) que refuerzan nuestros prejuicios y excluyen el disenso. El resultado es una ciudadanía polarizada que vive en mundos paralelos, cada uno de los cuales reclama la exclusividad de la verdad.

No es casual que las grandes novelas de la modernidad giren en torno a esta fractura entre la percepción y la realidad. En Crimen y castigo, Raskólnikov justifica el asesinato en nombre de una superioridad moral, pero es desgarrado por la disonancia entre su teoría y su humanidad. En El proceso de Kafka, Josef K. es culpable sin saber por qué: la ley se convierte en un laberinto que anula el sentido. En ambas obras, el protagonista representa al ciudadano contemporáneo: alguien que ya no puede confiar ni en sus principios ni en las estructuras que deberían protegerlos.

La solución no puede ser técnica ni superficial. Debe ser, una revolución interior. El ciudadano debe dejar de ser un consumidor de ideologías para convertirse en un agente moral. Eso implica asumir el dolor de la disonancia, sostener la tensión sin resolverla con evasivas, y actuar con el coraje de quien elige la verdad, aunque esta sea inconveniente.

Por último, la cultura, en su forma más poderosa, es una arquitectura invisible que organiza el pensamiento, moldea la percepción y domestica el conflicto. Vivimos sumergidos en ficciones compartidas que llamamos “valores”, “progreso” o “identidad”. Pero cuando estas narrativas culturales entran en contradicción con la experiencia real del sujeto, se produce una fractura interna: la disonancia. En vez de resolverla, la cultura contemporánea la celebra. Hemos convertido el malestar en mercancía, el absurdo en tendencia.

Tomemos por ejemplo la industria audiovisual. El espectador medio es expuesto, sin pausa, a series, películas y videoclips que exponen la corrupción del sistema, la decadencia moral, el cinismo de las elites. Y, sin embargo, no se genera una acción transformadora. Más bien lo contrario: el consumo estético de la disonancia actúa como una catarsis controlada. The Truman Show nos muestra un mundo falso disfrazado de verdad; Black Mirror nos enfrenta con la deshumanización digital. Pero, en lugar de revelarnos el camino hacia la libertad, nos invitan a contemplar el abismo desde la comodidad del sillón.

Esta estetización de la disonancia no es accidental. Es parte de una estrategia más amplia de neutralización del conflicto. Como diría Gramsci, el poder cultural no consiste en imponer ideas, sino en determinar cuáles son pensables. Hoy, es posible denunciar la injusticia, siempre que esa denuncia se haga en formato de entretenimiento. El arte se convierte así en un simulacro de subversión que consolida, en lugar de desafiar, el orden existente.

Pero la cultura no es solo arte. Es también lenguaje. Es la forma en que nombramos y comprendemos el mundo. Y cuando el lenguaje se infecta de eufemismos, cuando se convierte en una herramienta de encubrimiento en lugar de revelación, la disonancia se internaliza como norma. Orwell lo vio con claridad en 1984: el Ministerio de la Paz se encarga de la guerra, y el de la Verdad de la mentira. No se trata solo de manipular palabras, sino de alterar el marco cognitivo desde el cual los sujetos acceden a la realidad.

En este contexto, la cultura popular se convierte en una pedagogía emocional que entrena al ciudadano para sobrevivir a la contradicción sin cuestionarla. Como en Un mundo feliz de Huxley, aprendemos a amar nuestra servidumbre, a celebrar nuestra incoherencia, a preferir el confort de la ignorancia sobre el peso de la verdad. Esta pedagogía disonante produce sujetos fragmentados, incapaces de establecer un criterio moral firme, vulnerables a las narrativas dominantes.

Si queremos restituir el poder liberador de la cultura, debemos devolverle su dimensión trágica y su función profética. La cultura auténtica no adormece: despierta. No estetiza el sufrimiento: lo revela. No entretiene: interroga. Y solo una cultura que se atreva a mirar de frente la disonancia podrá alumbrar una nueva forma de conciencia.

Si hay un lugar donde la disonancia cognitiva se inocula desde edades tempranas, ese es la escuela. La educación institucionalizada no es, como ingenuamente se repite, un espacio neutral de transmisión de saberes. Es un sistema de domesticación simbólica que entrena al sujeto para obedecer a estructuras contradictorias sin revelarse contra ellas. El niño aprende pronto que hay que “pensar por uno mismo”, pero solo dentro de los límites definidos por el currículo. Aprende que “todas las voces valen”, excepto aquellas que cuestionan los dogmas ideológicamente sancionados.

Esta disonancia estructural genera una doble conciencia. El estudiante, para sobrevivir al sistema, desarrolla una personalidad escindida: una para el aula y otra para la vida. Esta escisión, en lugar de ser vista como patológica, es premiada. Se llama “adaptabilidad”. Pero lo que realmente produce es el debilitamiento del espíritu crítico. Se entrena al joven no para pensar, sino para simular que piensa; no para comprender el mundo, sino para repetir lo que conviene.

Como apuntó Paulo Freire, la pedagogía dominante no libera: domestica. El estudiante es un recipiente a llenar, no un sujeto a despertar. Y ese llenado está cargado de contradicciones: se enseña historia sin memoria, ciencias sin ética, literatura sin verdad. El resultado es un sujeto saturado de datos pero huérfano de sentido. Una mente fragmentada que puede recitar teorías de justicia social mientras reproduce jerarquías de exclusión en el recreo.

Desde la perspectiva particular de Michel Foucault, la escuela es una tecnología disciplinaria que opera como la prisión: mediante vigilancia, clasificación y castigo simbólico. Lo que se castiga no es el error, sino la disonancia con el sistema. El pensamiento divergente se patologiza: es “disruptivo”, “problemático”, “inmaduro”. El estudiante se convierte en un sujeto que interioriza la vigilancia y autocensura sus intuiciones.

Literariamente, esta realidad ha sido explorada con brutal lucidez. En Matadero Cinco, Kurt Vonnegut presenta a Billy Pilgrim, un hombre desorientado entre narrativas temporales y realidades opuestas: guerra y paz, sentido y sinsentido. En Fahrenheit 451, Ray Bradbury imagina un mundo donde los libros están prohibidos y la ignorancia es una virtud social. Ambas obras muestran el resultado extremo de una educación que no instruye sino que adormece.

Hoy, la educación necesita una revolución moral. Debe dejar de formar autómatas productivos y comenzar a forjar ciudadanos valientes. Esto requiere una pedagogía que no tema el conflicto, que lo asuma como motor de crecimiento. Una educación que enseñe a los jóvenes a pensar, pero también a disentir, a sufrir con sentido, y a actuar en coherencia con sus valores. Solo entonces podrá romperse el ciclo de la disonancia institucionalizada.

Referencias

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Bradbury, R. (1953). Fahrenheit 451. Ballantine Books.

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Vonnegut, K. (1969). Slaughterhouse-Five. Delacorte Press.

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