Feminidad bajo asedio Woke

En las últimas dos décadas, el movimiento woke se ha manifestado como una de las corrientes ideológicas más influyentes en el ámbito sociocultural occidental. Nacido como una expresión de conciencia crítica frente a la injusticia racial y de género, ha evolucionado hacia una forma de pensamiento político que no solo pretende transformar las estructuras de poder, sino también redefinir los fundamentos mismos de la identidad humana. En su versión actual extremista, este movimiento no se limita a cuestionar privilegios establecidos: se ha convertido en una herramienta de deconstrucción cultural que amenaza con socavar los pilares históricos de la feminidad, en particular la maternidad. Esta breve reflexión busca abordar esa deriva, sus implicaciones y el escenario geopolítico en el que se inscribe.

Uno de los efectos culturales más tangibles del discurso woke ha sido la progresiva deslegitimación del rol maternal como componente central de la identidad femenina. Bajo una retórica que denuncia las construcciones tradicionales de género como mecanismos de opresión, la maternidad es representada frecuentemente como una carga cultural impuesta, una opción conservadora e incluso retrógrada. Aunque no se niega formalmente el derecho a ser madre, se ha instalado una narrativa que lo presenta como un camino de menor valor simbólico y político. Esta estigmatización no solo erosiona la elección libre de muchas mujeres, sino que degrada un aspecto esencial de la experiencia femenina.

A la luz de la sociológica, la deconstrucción de la identidad femenina también pasa por la dilución del concepto de “mujer”. En el marco del interseccionalismo radical, la autoidentificación de género se impone como criterio definitorio por encima del sexo biológico. Esta mutación semántica ha sido denunciada por feministas como J.K. Rowling y la filósofa británica, Kathleen Stock, quienes advierten que el vaciamiento del concepto mujer debilita el sujeto político que sustentó la lucha feminista durante el siglo XX. Si cualquier individuo puede ser legal y socialmente considerado mujer al margen de su biología, se pierde la especificidad histórica y social sobre la que se construyó la demanda de igualdad.

Esta reconfiguración no es solo teórica. Sus consecuencias se manifiestan en diversos ámbitos. En el lenguaje, se promueve la sustitución de términos como “mujer” por expresiones neutras o funcionales como “persona gestante”, lo que implica una neutralización simbólica de lo femenino. En el deporte, la inclusión de personas trans en categorías femeninas ha generado una evidente asimetría biológica que altera las reglas del juego, comprometiendo la equidad competitiva. Las voces que denuncian esta situación suelen ser silenciadas o estigmatizadas, lo cual refuerza la impresión de que el debate no es de derechos, sino de hegemonía ideológica.

A escala estructural, lo que está ocurriendo es la instauración de un nuevo modelo de gobernanza basado en la identidad. En muchos países anglosajones, instituciones públicas, fundaciones y organismos internacionales han sido cooptados por una élite woke que utiliza un discurso progresista como fachada de una operación de redistribución de poder, recursos y legitimidad. Bajo esta lógica, ciertos colectivos son promovidos como capital político privilegiado, lo cual genera dividendos simbólicos y económicos, a costa de debilitar movimientos clásicos como el feminismo. Lo que en realidad se institucionaliza no es la equidad, sino un clientelismo identitario que transforma a las minorías emergentes —o a los grupos sociales en ascenso, como señala acertadamente un amigo político de alto nivel en Europa— en clientelas políticas cautivas, funcionales a una nueva lógica de poder.

Frente a esta situación, Estados Unidos ha presenciado el surgimiento de una contrarrevolución cultural encabezada por Donald Trump y su administración. Este movimiento, frecuentemente caricaturizado por la prensa liberal, no es simplemente una reacción conservadora, sino una respuesta estructural a la saturación ideológica del discurso woke. Las iniciativas impulsadas desde esta agenda incluyen la protección de espacios femeninos, la limitación de la ideología de género en las escuelas y la retirada de fondos a programas institucionales que promueven la inclusividad radical. Lo que está en juego no es un retroceso en derechos, sino la restauración de un equilibrio antropológico necesario para la cohesión social motivo por el cuál EEUU se saldrá de la política exterior hasta resolver sus problemas internos.

Estamos ante una verdadera geopolítica de la identidad. La batalla cultural no se libra solo en las universidades o los medios, sino en el corazón de las instituciones. En Europa, aunque la hegemonía cultural progresista sigue siendo dominante, especialmente en Europa occidental, comienzan a surgir signos de fisura. El florecimiento de nuevas derechas identitarias y el malestar ciudadano ante la imposición de marcos ideológicos excluyentes anticipan un cambio de rumbo. La izquierda europea, al igual que el Partido Demócrata en EE.UU., ambos rehenes de este grupo radical, enfrentan el dilema de autolimitarse o ser desplazada por una ola de restauración cultural más amplia.

El futuro del movimiento woke dependerá de su capacidad para reformular su agenda desde una base de justicia realista y no dogmática. Si persiste en su actual deriva maximalista, el péndulo social girará con fuerza en su contra. Lo que está en juego no es simplemente una cuestión de inclusividad, sino la posibilidad misma de reconstruir un marco común de convivencia y sentido. En ese horizonte, la defensa de la feminidad, en toda su riqueza biológica, cultural y simbólica, será una misión estratégica para la preservación de nuestra identidad civil para las democracias liberales del siglo XXI.

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