La corrupción sistémica en el gobierno de los Estados Unidos es una problemática de gran magnitud que impacta no solo la gobernabilidad y la economía del país, sino también su posición en la geopolítica global. Según Transparency International, en 2022, EE.UU. obtuvo una puntuación de 69 sobre 100 en el Índice de Percepción de la Corrupción, ubicándolo fuera de los 20 países menos corruptos del mundo, una posición que se ha deteriorado en la última década especialmente durante la administración de Joe Biden. Este fenómeno no se limita a casos aislados de sobornos o fraudes financieros, sino que se manifiesta en la estructura misma del sistema político y económico estadounidense mayormente impulsado por las administraciones demócratas, lo que sugiere que Estados Unidos corre el peligro de dejar de ser una Democracia para convertirse en una Burocracia. Con todas las implicaciones que esto tiene para la estructura del país y sus ciudadanos.
Un informe del Center for Responsive Politics reveló que, en las elecciones de 2020, más de $14,400 millones fueron gastados en campañas electorales, convirtiéndolas en las más caras de la historia de EE.UU., lo que evidencia el creciente dominio de los intereses privados sobre la política nacional.
Durante la campaña presidencial de 2024, la candidatura de Kamala Harris logró recaudar aproximadamente 1.000 millones de dólares, superando por un amplio margen a su oponente, Donald Trump.
Una parte significativa de estos fondos provino de intereses privados y grandes donantes. Por ejemplo, Bill Gates donó 50 millones de dólares a través de la organización sin fines de lucro Future Forward USA Action para apoyar la campaña de Harris. Además, esta organización aportó 265.815.243 dólares a la campaña. Otros contribuyentes destacados incluyen a Asana, con 50.053.367 dólares, y American Bridge 21st Century, con 42.894.435 dólares. Estas contribuciones evidencian el respaldo significativo de intereses privados y grandes donantes a la campaña de Kamala Harris durante el ciclo electoral de 2024. Sin embargo, resulta paradójico que, a pesar de haber recaudado una cifra récord, Harris finalizara su campaña con un déficit de 20 millones de dólares, lo que plantea serias dudas sobre su capacidad para gestionar presupuestos de gran escala. Este desbalance financiero no solo genera cuestionamientos sobre la eficiencia en el manejo de los recursos de ella, y su equipo de campaña, sino que también deja entrever posibles inconsistencias en la administración de fondos, un aspecto crucial para cualquier líder político con aspiraciones a gestionar las finanzas de una nación.
La interrelación entre los sectores público y privado ha generado un entorno donde el tráfico de influencias, el nepotismo y la manipulación de políticas públicas son prácticas recurrentes. Una reciente investigación llevada a cabo por el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), bajo la supervisión de Elon Musk, ha revelado irregularidades significativas dentro de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), poniendo en tela de juicio la transparencia y el verdadero propósito de la asistencia exterior estadounidense.
Entre las financiaciones más cuestionables de USAID se encuentra el financiamiento de la educación de Anwar al-Awlaki, quien recibió apoyo para sus estudios en la Universidad Estatal de Colorado en la década de 1990. Posteriormente, al-Awlaki se convirtió en un conocido terrorista, lo que genera dudas sobre los criterios de selección y seguimiento de los beneficiarios de las ayudas. Además, USAID destinó $900,000 a una organización benéfica en Gaza con vínculos con Hamas, lo que evidencia fallos en los mecanismos de supervisión y evaluación de los destinatarios de los fondos. Otra de las inversiones más polémicas fue la asignación de $1 millón para investigaciones en el laboratorio de Wuhan, China, un financiamiento que ha sido objeto de controversia debido a las teorías sobre el origen del COVID-19 y la falta de transparencia en las investigaciones realizadas en dicho laboratorio.
Además de estas irregularidades, USAID ha sido criticada por una serie de financiaciones consideradas ineficaces o de escasa relevancia para la asistencia internacional. Por ejemplo, destinó $1.5 millones para promover la diversidad, equidad e inclusión (DEI) en entornos laborales y comunidades empresariales de Serbia, así como $70,000 para un “musical DEI” en Irlanda, lo que ha sido ampliamente cuestionado por su pertinencia en el contexto de la ayuda al desarrollo. De manera similar, financió una “ópera transgénero” en Colombia por $47,000 y un “cómic transgénero” en Perú por $32,000, generando un intenso debate sobre la utilidad y efectividad de estos proyectos en el ámbito del desarrollo internacional.
En otro caso controvertido, USAID asignó $2 millones para cirugías de cambio de sexo y activismo LGBT en Guatemala, lo que ha suscitado interrogantes sobre las prioridades de la agencia en la distribución de fondos. En el ámbito del turismo, entre 2017 y 2019, USAID invirtió $6 millones para impulsar el turismo en Egipto, lo que ha sido criticado por algunos expertos, quienes argumentan que estos recursos podrían haberse utilizado de manera más efectiva en áreas con necesidades más urgentes. Como colofón, la agencia invirtió $50 millones en la distribución de preservativos en la Franja de Gaza, una medida que ha sido objeto de controversia tanto por su elevado costo como por las dudas sobre su impacto real en la salud pública local.
Estas financiaciones han generado un amplio debate sobre la gestión de los recursos por parte de USAID, cuestionando si los fondos están siendo utilizados de manera eficiente y alineados con los objetivos de política exterior de Estados Unidos. Dada la magnitud de estos casos, se hace evidente la necesidad de una revisión exhaustiva de los procesos de asignación de fondos de USAID para garantizar que realmente se destinen a proyectos con un impacto positivo y sostenible en las comunidades beneficiarias.
USAID maneja un presupuesto anual de aproximadamente $29,400 millones, de los cuales una fracción significativa se canaliza a través de contratos con consultoras y ONGs cuyos vínculos con el gobierno han sido cuestionados en repetidas ocasiones.
Para contextualizar esta problemática, es fundamental comprender algunos términos clave:
Corrupción: El abuso de poder público para beneficio privado. En EE.UU., esto incluye la manipulación de contratos gubernamentales, el financiamiento ilícito de campañas políticas y la explotación de influencias políticas para obtener beneficios económicos. Se estima que al menos el 15% del presupuesto federal se ve afectado por algún tipo de corrupción o malversación de fondos.
Asistencia exterior: Fondos y recursos proporcionados a otras naciones con el fin de fomentar el desarrollo, aunque en muchos casos se convierten en herramientas de influencia geopolítica. En 2022, EE.UU. destinó $52,000 millones en asistencia exterior, pero menos del 30% llegó directamente a las poblaciones necesitadas debido a intermediarios y costos administrativos.
Cooperación para el desarrollo: Estrategia basada en el fortalecimiento económico y político de naciones en desarrollo, aunque a menudo está dirigida a favorecer los intereses económicos de EE.UU. Se estima que más del 60% de los contratos de cooperación terminan en empresas estadounidenses que prestan servicios en el extranjero.
Democracia y gobernanza: La promoción de sistemas democráticos y políticas de buen gobierno, lo que en algunos casos ha servido como excusa para intervenir en la política interna de otros países. Desde 2001, EE.UU. ha gastado más de $750,000 millones en programas de estabilización política en países en conflicto, sin resultados sostenibles en muchas regiones.
Financiamiento para el desarrollo: Recursos financieros destinados a proyectos de infraestructura y crecimiento económico en países en desarrollo, muchas veces canalizados hacia grandes corporaciones estadounidenses. De los $12,000 millones asignados al financiamiento para el desarrollo en 2021, más del 50% fue a parar a contratistas estadounidenses en lugar de gobiernos o empresas locales.
Ayuda humanitaria: Suministro de asistencia en crisis humanitarias, pero también utilizada como herramienta de control político y económico. En 2022, EE.UU. destinó $7,600 millones a ayuda humanitaria, pero informes de auditoría revelan que hasta un 25% de estos fondos se pierden en corrupción y sobrefacturación.
Geopolítica de la ayuda: Uso de la asistencia exterior como un medio para expandir la influencia política de EE.UU. y contrarrestar la presencia de otras potencias globales. En los últimos cinco años, más del 70% de la ayuda militar de EE.UU. se ha dirigido a aliados estratégicos en lugar de regiones con mayor necesidad humanitaria.
La intersección de estos conceptos permite un análisis profundo de cómo la corrupción sistémica afecta no solo a los ciudadanos estadounidenses, sino también a las naciones receptoras de estos fondos. La corrupción en EE.UU. no solo involucra el mal uso de los recursos nacionales, sino que también influye en la estabilidad política y económica global.
Por lado, la corrupción política en los Estados Unidos no es un fenómeno nuevo, sino una realidad histórica que ha evolucionado con el tiempo, adoptando formas más sofisticadas a medida que los mecanismos de financiamiento y la influencia de los grupos de presión han crecido. Según el Center for Responsive Politics, el gasto total en cabildeo en Washington D.C. superó los $3,700 millones en 2022, lo que evidencia el nivel de influencia que los intereses privados ejercen sobre el sistema político estadounidense.
Uno de los casos más representativos de corrupción política fue el escándalo de “Pay to Play” relacionado con la Fundación Clinton. Durante el período en que Hillary Clinton se desempeñó como Secretaria de Estado (2009-2013), la fundación recibió más de $145 millones en donaciones de gobiernos extranjeros y corporaciones con intereses en la política exterior de EE.UU.. Sin embargo, tras su salida del gobierno, estas donaciones cayeron abruptamente en más del 80%, lo que sugiere que las contribuciones estaban vinculadas a favores políticos o expectativas de acceso privilegiado a la administración estadounidense. Este caso dejó en evidencia el problema de la financiación extranjera en la política de EE.UU. y cómo los intereses geopolíticos pueden interferir en la toma de decisiones gubernamentales.
Otro escándalo emblemático de corrupción política es la operación “Fast and Furious”, llevada a cabo por el Departamento de Justicia y la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF). El programa, establecido entre 2006 y 2011, permitió el tráfico ilegal de más de 2,000 armas a cárteles mexicanos bajo la premisa de rastrear su destino final. Sin embargo, el fracaso de la supervisión provocó que más del 70% de estas armas nunca fueran recuperadas, lo que contribuyó a un aumento de la violencia en México y al asesinato de al menos 200 personas con armas vinculadas a esta operación. Este caso reveló la falta de transparencia y rendición de cuentas en la administración de políticas de seguridad nacional y la negligencia de las agencias gubernamentales en la supervisión de operaciones clandestinas.
Además, la existencia de lo que algunos expertos denominan “Deep State” (Estado Profundo) ha sido objeto de debates en círculos académicos y políticos. Según el teniente coronel Robert Maginnis, existe una estructura burocrática paralela dentro del gobierno de EE.UU. que opera en las sombras, manipulando procesos políticos y judiciales para favorecer ciertos grupos de poder. Investigaciones han señalado que agencias como el FBI y la CIA han estado involucradas en la filtración selectiva de información, la manipulación de investigaciones y el encubrimiento de escándalos que afectan a ciertos actores políticos mientras persiguen agresivamente a otros. En 2020, documentos desclasificados revelaron que el FBI había utilizado tácticas de vigilancia poco éticas contra la campaña presidencial de Donald Trump en 2016, lo que refuerza la teoría de que estas agencias pueden operar con independencia de la supervisión del Congreso y del control democrático.
El impacto de la corrupción política en EE.UU. es significativo. Según el Edelman Trust Barometer 2023, solo el 39% de los estadounidenses confían en que su gobierno actúa en beneficio del pueblo, una caída del 15% en la última década. La erosión de la confianza en las instituciones, el uso indebido de los recursos del estado y la creciente polarización política son solo algunas de las consecuencias más evidentes. A medida que los ciudadanos pierden la fe en sus líderes y en el sistema democrático, el riesgo de inestabilidad social y política se incrementa. La falta de transparencia y rendición de cuentas perpetúa un ciclo en el que los actores corruptos continúan operando con impunidad, mientras que los ciudadanos comunes enfrentan las consecuencias de un sistema que no responde a sus intereses.
La corrupción política en EE.UU. no solo afecta la administración interna del país, sino que también tiene implicaciones internacionales. La influencia de los intereses privados en la formulación de políticas exteriores, la manipulación de procesos electorales y el uso de agencias gubernamentales para fines políticos han debilitado la imagen de EE.UU. como un referente democrático.
Además, la corrupción sistémica en los Estados Unidos no solo ha erosionado la confianza pública en el gobierno, sino que también ha tenido repercusiones significativas en la economía nacional y global. Según un informe del Institute on Taxation and Economic Policy, aproximadamente $1.2 billones en ingresos fiscales se pierden anualmente debido a la evasión y elusión fiscal de grandes corporaciones y personas de altos ingresos. La interacción entre grandes conglomerados, intereses políticos y agencias gubernamentales ha dado lugar a un entramado de corrupción que desvía recursos públicos, fomenta la concentración de riqueza y perpetúa desigualdades estructurales en la sociedad estadounidense.
Uno de los aspectos más evidentes de la corrupción económica es la adjudicación de contratos gubernamentales a empresas con conexiones políticas. Se estima que más de $450 mil millones anuales se destinan a contratos con proveedores privados a través del Departamento de Defensa y otras agencias gubernamentales, de los cuales más del 60% son otorgados sin licitación abierta. En muchos casos, estos contratos benefician a corporaciones con influencia política en Washington. Durante la guerra en Afganistán (2001-2021), más de $145 mil millones fueron asignados para la reconstrucción del país, pero informes de la Special Inspector General for Afghanistan Reconstruction indican que hasta el 30% de esos fondos fueron mal utilizados debido a corrupción, fraudes y malversación. Mientras tanto, contratistas de defensa como Lockheed Martin, Raytheon y Boeing obtuvieron ingresos multimillonarios con contratos de armamento y seguridad sin rendición de cuentas adecuada.
Otro punto crucial es la relación entre el sector financiero y el gobierno. La crisis financiera de 2008 puso en evidencia el nivel de connivencia entre Wall Street y las instituciones gubernamentales. Grandes bancos como Goldman Sachs, JPMorgan Chase y Citigroup participaron en prácticas especulativas de alto riesgo que llevaron al colapso de la economía global, resultando en la pérdida de más de $19.2 billones en riqueza familiar y la ejecución de más de 10 millones de hipotecas. Sin embargo, en lugar de enfrentar consecuencias significativas, estas instituciones recibieron rescates multimillonarios por parte del gobierno federal, alcanzando un total de $700 mil millones a través del Troubled Asset Relief Program (TARP). Joseph Stiglitz ha argumentado que estas medidas reforzaron un sistema en el que el riesgo moral es incentivado, permitiendo que las grandes entidades financieras continúen con prácticas irresponsables sin temor a sanciones reales.
El financiamiento de campañas políticas también juega un papel fundamental en la corrupción económica. Desde la decisión de la Corte Suprema en Citizens United v. FEC (2010), las corporaciones y organizaciones externas han podido destinar sumas ilimitadas a candidatos y partidos políticos. En las elecciones de 2020, el gasto en campañas alcanzó un récord de $14.4 mil millones, con más del 60% de estos fondos provenientes de grandes donantes y super PACs vinculados a la industria farmacéutica, energética y tecnológica. Empresas como Pfizer, ExxonMobil y Google han utilizado estas donaciones para influir en la legislación, asegurando regulaciones favorables que limitan la competencia y perpetúan sus monopolios.
En el ámbito del comercio internacional, EE.UU. ha utilizado acuerdos económicos y tratados de libre comercio para beneficiar a grandes conglomerados, a menudo en detrimento de los trabajadores y pequeñas empresas. La renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que dio lugar al Acuerdo Estados Unidos-México-Canadá (T-MEC) en 2020, fue impulsada por la presión de grandes industrias que buscaban asegurar términos más favorables sin necesariamente considerar el impacto en la clase trabajadora estadounidense. Según la Economic Policy Institute, más de 850,000 empleos en EE.UU. fueron desplazados por la deslocalización de manufactura en México y China entre 1994 y 2017, exacerbando la desigualdad salarial y debilitando el poder de negociación sindical.
El resultado de esta corrupción sistémica es un entorno económico en el que el acceso a recursos y oportunidades está condicionado por la proximidad al poder. Actualmente, el 10% más rico de la población estadounidense posee más del 70% de la riqueza nacional, mientras que el 50% más pobre apenas posee el 2% de los activos del país. Esta brecha ha crecido constantemente en las últimas décadas, reflejando la captura de políticas económicas por parte de las élites financieras y corporativas.
Mientras tanto, la clase media y baja enfrentan dificultades cada vez mayores para prosperar. Un informe de la Federal Reserve señala que el 40% de los estadounidenses no podría afrontar un gasto inesperado de $400 sin endeudarse. Este nivel de precariedad económica es resultado directo de políticas que favorecen la acumulación de riqueza en la élite mientras dejan a la mayoría de la población sin un colchón financiero adecuado.
Asimismo, la corrupción estructural en los Estados Unidos no solo tiene implicaciones económicas y políticas, sino que también afecta de manera directa a la sociedad y a los ciudadanos más vulnerables. La mala gestión de fondos públicos, el desvío de recursos destinados a programas sociales y la influencia de intereses privados en políticas públicas han generado graves consecuencias en la vida cotidiana de millones de personas. Según el U.S. Government Accountability Office (GAO), el fraude y la mala administración en programas sociales generan pérdidas de aproximadamente $100,000 millones anuales, lo que equivale a casi el 10% del presupuesto total de seguridad social y salud pública.
Uno de los sectores más afectados por la corrupción es el sistema de salud. Estados Unidos tiene el sistema de salud más costoso del mundo, con un gasto per cápita de $12,530 en 2021, el doble del promedio de los países de la OCDE. La manipulación de precios en la industria farmacéutica y la falta de regulaciones efectivas han permitido que los costos de los medicamentos sean exorbitantes. Por ejemplo, el precio de la insulina ha aumentado en más de 600% desde 2001, mientras que en países como Canadá y Alemania los mismos medicamentos cuestan hasta 80% menos. Grandes corporaciones farmacéuticas han financiado campañas políticas con más de $300 millones en contribuciones solo en 2022, asegurando la promulgación de leyes que limitan la importación de medicamentos genéricos y mantienen altos los precios de los fármacos esenciales. Como resultado, más del 25% de los estadounidenses no puede costear sus medicamentos recetados, afectando principalmente a las comunidades de bajos ingresos y las minorías raciales.
En paralelo, la estructura educativa también ha sido víctima de la corrupción y la privatización descontrolada. Desde 1980, el costo de la educación superior ha aumentado en más de 1200%, superando ampliamente el crecimiento del ingreso familiar. La deuda estudiantil en EE.UU. ha alcanzado los $1.75 billones, afectando a más de 45 millones de prestatarios. Empresas privadas como Navient han sido señaladas por prácticas fraudulentas en la gestión de préstamos estudiantiles, incluyendo la promoción de planes de pago insostenibles y la omisión de información sobre opciones de condonación de deuda. Como resultado, más del 20% de los prestatarios están en mora o han incumplido con sus pagos, lo que limita su acceso a vivienda, crédito y estabilidad financiera.
Otro aspecto crítico de la corrupción social es la privatización de prisiones y la criminalización de sectores vulnerables. EE.UU. tiene la población carcelaria más grande del mundo, con más de 2.1 millones de personas encarceladas, de las cuales el 8% se encuentra en prisiones privadas. Empresas como CoreCivic y GEO Group han recibido más de $1,300 millones en contratos federales, mientras ejercen presión política para endurecer las sentencias de delitos menores. Un informe del Brennan Center for Justice reveló que el 60% de los reclusos federales están encarcelados por delitos no violentos, lo que sugiere un sistema que prioriza el encarcelamiento sobre la rehabilitación y la reinserción social.
En cuanto a la ayuda humanitaria y la asistencia exterior, la corrupción ha desviado fondos que deberían destinarse a poblaciones en crisis. Programas como Food for Peace han sido criticados por su falta de transparencia y por beneficiar más a las grandes corporaciones agrícolas de EE.UU. que a las comunidades necesitadas en el extranjero. Se estima que más del 50% de los fondos destinados a ayuda alimentaria se utilizan en costos administrativos y de transporte, en lugar de llegar a las poblaciones más vulnerables. En lugar de fomentar la autosuficiencia alimentaria en los países receptores, estas políticas han impuesto modelos dependientes de la exportación estadounidense, perpetuando la pobreza en muchas regiones. El impacto de estas prácticas en la sociedad estadounidense es profundo. La desigualdad económica ha aumentado significativamente. La corrupción social y humanitaria en EE.UU. no solo perpetúa la desigualdad, sino que también afecta la movilidad social y la calidad de vida de millones de personas.
La corrupción sistémica en los Estados Unidos también se manifiesta en la fragilidad de sus instituciones jurídicas y en la incapacidad de sus organismos reguladores para prevenir y sancionar eficazmente los actos ilícitos cometidos dentro del gobierno.
A pesar de que EE.UU. se proyecta como una nación con un sólido Estado de derecho, en la realidad, su marco legal y regulatorio suele ser instrumentalizado en favor de élites políticas y económicas, socavando los principios fundamentales de transparencia y rendición de cuentas. Esta distorsión del sistema ha permitido que intereses privados influyan en la formulación de políticas, debilitando la confianza pública en las instituciones gubernamentales. Frente a esta problemática, la nueva administración de Trump ha emprendido un esfuerzo acelerado en su primer año de mandato para reformar estas estructuras y restaurar la integridad institucional, aunque enfrenta una resistencia significativa por parte de sectores arraigados en el aparato burocrático, que responden fundamentalmente al partido Demócrata.
Uno de los problemas más graves es la impunidad con la que operan altos funcionarios gubernamentales y líderes empresariales. Según un informe del Center for Public Integrity, más del 50% de los casos de corrupción política federal entre 2000 y 2020 resultaron en condenas leves o acuerdos extrajudiciales, mientras que delitos menores cometidos por ciudadanos comunes enfrentan tasas de condena significativamente más altas. Los casos de corrupción en agencias como el Departamento de Justicia y la Comisión de Bolsa y Valores (SEC) han demostrado que la aplicación de la ley no es igual para todos. Un ejemplo notorio fue la crisis financiera de 2008, donde, a pesar de la evidente manipulación del mercado y fraude financiero cometido por ejecutivos de Wall Street, prácticamente ningún alto directivo enfrentó consecuencias penales, a pesar de la pérdida de $19.2 billones en riqueza familiar y el colapso de más de 10 millones de hipotecas.
Otro aspecto relevante es la influencia del financiamiento electoral en la administración de justicia. Con la decisión de la Corte Suprema en el caso Citizens United v. FEC (2010), se permitió que las corporaciones y organizaciones externas influyeran en el sistema electoral mediante donaciones ilimitadas a campañas políticas. En 2022, los super PACs y grandes donantes destinaron más de $5,000 millones a candidatos, lo que ha generado un entorno en el que los grandes donantes pueden influir en la formulación de leyes y regulaciones, reduciendo así la independencia del poder judicial y del Congreso. Los jueces y legisladores que dependen de estos fondos para su reelección difícilmente tomarán decisiones que perjudiquen a sus benefactores.
En el ámbito de la supervisión gubernamental, las oficinas de inspección general y otras agencias de control han sido debilitadas por una arraigada cultura de nepotismo y proteccionismo, lo que ha comprometido seriamente su independencia y eficacia. Durante la administración Trump, se han destituido a más de cinco inspectores generales, una acción que el establishment político y los medios de comunicación alineados con el Partido Demócrata han intentado presentar como una amenaza a la transparencia. Sin embargo, la realidad es que la corrupción ha permeado incluso a quienes deberían ser los garantes de la integridad institucional, permitiendo que quienes ocupan estas posiciones de vigilancia se conviertan en parte del problema en lugar de la solución.
La falta de mecanismos de supervisión sólidos impide que las irregularidades detectadas conduzcan a reformas estructurales significativas, lo que perpetúa un sistema donde la impunidad y la falta de consecuencias alimentan un ciclo de corrupción institucionalizada. Consciente de esta crisis, la administración Trump ha decidido establecer medidas drásticas para erradicar estas prácticas, enfrentándose a una estructura burocrática que durante años ha funcionado como un escudo protector de privilegios y redes de poder al margen de la voluntad del electorado.
En esencia, la falta de una regulación estricta sobre el fenómeno de la “puerta giratoria” es otro factor que permite que la corrupción prospere. Un informe del Project on Government Oversight encontró que más del 55% de los altos funcionarios del Pentágono que dejaron sus cargos entre 2014 y 2019 fueron contratados por contratistas de defensa. Esta práctica en la que altos funcionarios gubernamentales pasan a ocupar cargos en la industria privada que antes regulaban, y viceversa, genera conflictos de interés evidentes. Grandes empresas de los sectores financiero, farmacéutico y de defensa han incorporado a exfuncionarios clave para influir en la legislación y en la adjudicación de contratos públicos, debilitando la competencia y favoreciendo monopolios.
El sistema jurídico de EE.UU., aunque en apariencia sólido, se encuentra gravemente comprometido por la influencia de intereses privados, lo que ha llevado a una crisis de confianza en la administración de justicia. Según el Edelman Trust Barometer 2023, solo el 27% de los estadounidenses confía en la imparcialidad del sistema judicial, una caída de 12 puntos porcentuales en la última década.
La corrupción sistémica en los Estados Unidos no solo afecta la política interna y la economía nacional, sino que también desempeña un papel fundamental en la proyección de poder e influencia global del país. A través de mecanismos como la asistencia exterior, el financiamiento a organismos internacionales y la intervención en la política de otros países, EE.UU. ha consolidado su hegemonía global a expensas de la soberanía de muchas naciones.
Uno de los principales instrumentos utilizados para ejercer influencia en el extranjero es la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID). Aunque su misión oficial es promover el desarrollo económico y la estabilidad en países en vías de desarrollo, múltiples investigaciones han demostrado que esta agencia ha sido utilizada como un brazo de la política exterior estadounidense para fortalecer gobiernos aliados y desestabilizar aquellos que desafían su liderazgo. En América Latina, por ejemplo, USAID ha financiado organizaciones de la sociedad civil con agendas alineadas con los intereses de Washington, gastando más de $2,200 millones en programas de “promoción de la democracia” en la región en los últimos cinco años.
Otra estrategia clave es el uso de sanciones económicas como herramienta de presión política. A través de la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC), EE.UU. ha impuesto sanciones unilaterales a más de 40 países, bloqueando el acceso de sus economías a los mercados financieros internacionales. Si bien estas medidas se justifican en nombre de la lucha contra la corrupción y la violación de derechos humanos, en la práctica han sido utilizadas para favorecer intereses geopolíticos y económicos estadounidenses. Las sanciones a Venezuela, Irán y Rusia han afectado a más de 100 millones de ciudadanos, con impactos severos en el acceso a medicamentos y bienes de primera necesidad.
El complejo militar-industrial es otro de los principales beneficiarios de la corrupción sistémica en EE.UU. Grandes contratistas de defensa, como Lockheed Martin y Raytheon, ejercen una fuerte influencia en el Congreso y en el Departamento de Defensa para asegurar la expansión del gasto militar y la intervención en conflictos extranjeros.
El uso de organismos multilaterales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI) también forma parte de la estrategia de influencia estadounidense. A través de préstamos condicionados a reformas estructurales, EE.UU. ha logrado moldear las economías de países en desarrollo de acuerdo con sus intereses, asegurando que sus corporaciones obtengan acceso preferencial a mercados y recursos estratégicos.
En suma, la corrupción sistémica en EE.UU. no solo es un problema interno, sino que tiene implicaciones globales significativas. La instrumentalización de la asistencia exterior, el uso de sanciones económicas como herramienta de control y la influencia del complejo militar-industrial han consolidado un modelo de dominio que prioriza los intereses económicos y políticos de EE.UU. sobre la soberanía de otras naciones.
Finalmente, no se puede cerrar este análisis sin abordar una realidad incómoda sobre USAID, una institución que, más allá de su imagen de agencia humanitaria, opera como un engranaje clave en la maquinaria del poder global de Estados Unidos. No se trata solo de malgasto de fondos o ineficiencia burocrática, sino de algo mucho más estructural. Con un presupuesto de $50 mil millones anuales, USAID actúa como una herramienta de intervención estratégica, financiando operaciones que el ciudadano común nunca verá ni comprenderá en su totalidad. Y esto no es accidental. La opacidad es parte del diseño.
Eric Weinstein lo denomina Jessification, la idea de que el electorado no puede ni debe conocer la verdad sobre cómo opera realmente su gobierno. Mientras EE.UU. predica la transparencia y la democracia en el exterior, dentro de sus propias fronteras perfecciona un sistema donde la información clave está restringida a una élite que decide qué debe saber la población y qué no. Se han visto los efectos de este esquema en el manejo de la prensa, en la censura encubierta de ciertas voces y, más recientemente, en la intensa resistencia contra quienes han intentado desafiar este orden, como Donald Trump y Elon Musk. Ambos han puesto en evidencia dinámicas que durante décadas se mantuvieron al margen del debate público, y la reacción contra ellos ha sido tan desproporcionada como reveladora.
Pero surge una cuestión aún más crítica: ¿puede un sistema tan profundamente arraigado en la corrupción reformarse sin derrumbarse? La historia muestra que los imperios no suelen sucumbir a fuerzas externas, sino a su propia incapacidad de adaptarse a nuevas realidades. Y Estados Unidos enfrenta hoy ese dilema. Si la corrupción sigue siendo el mecanismo de gobernanza no oficial, el país se condena a una crisis permanente de confianza y legitimidad. Pero si se opta por una purga del sistema sin un plan estructurado de reconstrucción, el caos puede ser aún mayor.
Como decía Henry Kissinger, “la tarea de los líderes no es elegir entre el bien y el mal, sino entre lo preferible y lo catastrófico”. La pregunta es si los líderes actuales están dispuestos a asumir esa responsabilidad o si seguirán confiando en la ilusión de estabilidad mientras el desgaste del sistema avanza sin freno. Y, más allá de los gobernantes, la sociedad misma deberá decidir si puede manejar la verdad sobre sus propias instituciones o si continuará aceptando, por comodidad o por miedo, un orden basado en el secretismo y la manipulación.
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