Vident, sed non discernunt

Quiero comenzar con una cita de Michael Ellner, a la que he recurrido en el pasado: “Todo está al revés; todo está de cabeza. Los médicos destruyen la salud, los abogados destruyen la justicia, las universidades destruyen el conocimiento, los gobiernos destruyen la libertad, los grandes medios destruyen la información, y las religiones destruyen la espiritualidad”.

Vivimos en una época de cambios vertiginosos. La realidad, en apariencia fragmentada, responde sin embargo a un patrón coherente, estructuras que ya no buscan servir, sino administrar narrativas. Los medios de comunicación han sido reconfigurados como canales de legitimación del poder; las instituciones, otrora garantes del orden social, hoy operan como mecanismos de contención perceptiva; y el ciudadano, sobreestimulado pero infrainformado, confunde impulso con criterio, opinión con conciencia. El resultado es un sonambulismo social sofisticado, una hipnosis distribuida, sin hipnotizador visible. En España ocurre también, y del mismo modo que la BBC en Inglaterra, se ha convertido en el ejemplo más descarnado de cómo una institución pública y algunas privadas con una agenda que no responde a sus accionistas puede degenerar en aparato de catequesis política.

Aquellos que conservan autonomía cognitiva —una minoría estadísticamente irrelevante, pero culturalmente decisiva— sobreviven en permanente proceso de adaptación, aprendiendo a pensar no solo a pesar de la corriente, sino desde la resistencia misma. Observan señales donde otros solo ven ruido. Reconocen arquitectura donde otros perciben caos.

Las cosas que suceden en la sociedad tienen una explicación muy real y evidente. Y, sin embargo, como sentencia la locución latina, “Occulos habent et non videbunt”, porque la ceguera dominante nunca ha sido óptica, sino gnoseológica, una incapacidad para detectar quién diseña el laberinto, quién controla las entradas y, más importante aún, quién determina qué se considera salida.

A principios de los noventa, cuando viví entre Nueva York y San Juan de Puerto Rico antes de instalarme en Canarias, ya escuchaba a Art Bell. Sus transmisiones eran algo más que radio nocturna, eran fisuras en la narrativa oficial, grietas por donde se filtraba aquello que no tenía nombre, pero sí contorno. En marzo de 1993, después de escuchar uno de sus programas, un buen amigo me dijo que, si tenía alguna inquietud o pregunta esotérica, podía contactar con alguien muy importante… alguien que no solo daba respuestas, sino coordenadas.

En esa misma época, Jim Keith fundaba Steamshovel Press, una plataforma que no pretendía investigar el poder, sino mapear su sombra. En sus ensayos y artículos desmantelaba la mecánica invisible de la vigilancia interna, las operaciones encubiertas y la coreografía del control sociopolítico. Un año después, Black Helicopters Over America (1994) se convertiría en un clásico del radar alternativo, y posteriormente Mind Control, World Control (1997) —para mí, su trabajo más penetrante— trazaba una genealogía del dominio neurológico y cultural. En ese libro entre otras cosas, puso foco en José Rodríguez Delgado, el neurofisiólogo español que demostró que la frontera entre mente y el interruptor era inquietantemente delgada. Su Stimociver no solo abría cráneos, también abría preguntas que no podían cerrarse después. A mi juicio, esa publicación y su obra póstuma The Octopus: Secret Government and the Death of Danny Casolaro (1999) no se limitaban a revelar; desestabilizaban. Y cuando uno altera ciertas capas, la respuesta no suele ser una refutación, sino una cancelación biográfica. Su muerte, oficialmente accidental, fue pobre como relato, pero impecable como mensaje.

Mientras tanto, Christopher Langan —un filósofo sin academias y un arquitecto de ontologías no solicitadas— comenzaba a articular lo que más tarde denominaría CTMU (Cognitive-Theoretic Model of the Universe), formalizado en 1995. Su tesis no era que la realidad puede ser simulación, sino que la simulación es solo un nivel inferior de una actividad más profunda, la sintaxis del ser.

Mi amigo, R.S., me regaló entonces una consulta telefónica con un hombre de renombre descomunal, y una especie de semidiós respetado por todas las corrientes esotéricas subterráneas, que era donde el prestigio contaba de verdad. Hablar con él era económicamente desproporcionado. En los noventa, una llamada así no se pagaba, se absorbía. Se cargaba a la factura del hogar, sin advertencias, sin paneles, sin pasarelas. AT&T era entonces la columna vertebral del long-distance dialing, el puente caro que lo hacía posible.

Ese hombre —que murió hace dos años tras casi una década de desgracias que parecían secuenciadas, no aleatorias— era conocido por un pseudónimo que funcionaba como santuario nominal. Su nombre real, R.P., era coordenada sensible. Había visto demasiado, antes que casi todos, y ese tipo de visión no se hereda, se blinda. No quería que nadie pudiera rastrear el hilo que llevaba de vuelta a su sangre.

Yo había invertido días en formular una pregunta impecable, compacta, afilada, sin adornos. Iba sobre ontología no lineal, realidad estratificada, universos paralelos, todo filtrado por los pocos ecos de Langan que circulaban entonces. Su respuesta no fue ni condescendiente ni esotérica, sino de una precisión casi quirúrgica: “Christopher Langan es brillante, pero si quiere abrir esa puerta, busque un VHS con un discurso de Philip K. Dick en Metz, Francia.

Por un instante pensé que aquella llamada era un peaje hacia ninguna parte. Aun así, seguí el rastro. Leí ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Acervo, 1972), la novela que no solo alumbró Blade Runner, sino un andamiaje narrativo mucho más amplio, cuyas derivadas seguimos consumiendo sin reconocer el molde inicial. Ese mismo hombre —al que consulté aquella noche— fue una de las fuentes primarias que alimentó Matrix, de las hoy hermanas Wachowski, donde la cuestión jamás fue “¿qué es real?”, sino quién administra el servidor en el que lo real se ejecuta.

Hace un año localicé el VHS. No contenía respuestas, estructuraba preguntas de mejor resolución. Fue el cierre de un ciclo, había pasado de absorber conocimiento a verificarlo; de recolectar piezas a entender su ensamblaje. Ya no necesitaba más pistas. Había aprendido a hacer lo que pocos hacen, dejar de buscar cuando se encuentra el mecanismo, no el fenómeno. Por eso no aconsejo no seguir buscando. No sea que pase como en ese guión adaptado por Nicholas el hijo de Elia Kazan en la película Fallen (1998), cuando Hobbes (Denzel Washington) confronta a Azazel, el demonio no se intimida. Más bien, adopta un tono burlón, paciente, casi pedagógico. Le hace entender que el conocimiento no es liberación automática, sino carga. En esencia, la idea que transmite es esta: Hay cosas que es mejor no descubrir. Y si llegas a descubrirlas, lo peor que puedes hacer es hablar de ello.

Luc Besson lo expone con claridad ritual en su película El quinto elemento (1997), en la escena en que arqueólogos y militares acceden a una cámara ancestral que aloja una tecnología ajena a la historia humana. Antes de descifrarla, emergen los Mondoshawan —guardianes colosales, solemnes, incuestionables— y restablecen el orden sin negociación. No hay discurso, solo corrección, lo que no debe ser poseído, tampoco debe ser pronunciado. La escena no es caos, es sentencia. Hay saberes que no se descubren, se obedecen a distancia, o su precio es el silencio absoluto.

Lo más inquietante no es lo que se ignora, sino lo que se disimula a plena luz. Hablar con científicos, académicos o voces reputadas en Inglaterra, Estados Unidos o incluso España revela siempre el mismo patrón, fuera de micrófono recitan un credo distinto del que sostienen en público. No es doblez; es una jerarquía del conocimiento. Algunos rinden tributo a figuras que no pueden nombrar, guardianes de una llave que jamás admitirán haber recibido. Ese es el sacramento real, el secreto no reside en lo oculto, sino en lo administrado.

Y así, cuando el último símbolo se repliega sobre sí mismo, lo que parecía ser mensaje se revela como umbral. No hay autor, solo tránsito. No hay firma, solo resonancia. El silencio que queda no es ausencia, es contraseña invertida, puerta sin bisagra, mapa que se disuelve al ser leído. Quien cree haber llegado, apenas comienza a olvidar; quien no entiende, ya ha cruzado. El resto no es rastro, es niebla organizada. Y en la niebla, lo verdadero no se oculta… simplemente no deja reflejo.

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