Nueva York y la bancarrota moral del progresismo municipal

El ascenso de Mamdani a nuevo alcalde en la ciudad de Nueva York, un joven político de orientación abiertamente comunista, marca algo más que una simple rotación democrática de poder. Representa una señal inequívoca del desgaste de los principios fundacionales que históricamente han sostenido a las grandes ciudades occidentales, orden, mérito, legalidad y libertad bajo responsabilidad (accountability). En vez de celebrar una victoria cívica, deberíamos advertir el sonido sordo de una decadencia que ya no se disimula ni siquiera con las luces de Times Square.

El experimento neoyorquino —cuyo núcleo es la entrega institucional al sentimentalismo ideológico— no solo está destinado al fracaso funcional, es, en esencia, una renuncia consciente a la madurez.

La psicología colectiva de una ciudad no se resume en los datos de un censo ni en las curvas del presupuesto. Se manifiesta en los hábitos cotidianos, en los silencios urbanos, en los discursos no dichos entre los que se quedan y los que se van. ¿Qué clase de psicodinámica atraviesa a una comunidad que elige a un líder sin experiencia técnica, sin hoja de vida probada, cuyo capital político radica más en su identidad y activismo que en su capacidad de gestión? No es la elección de una esperanza, es un grito contenido de una ciudadanía desencantada, herida, emocionalmente infantilizada.

Los votantes que han entregado las riendas de una de las ciudades más complejas del mundo a una figura carente de pericia administrativa no han actuado racionalmente. Han actuado, más bien, como lo haría un niño que exige a sus padres un mundo más justo sin saber nada del costo de la justicia. La lógica subyacente es una transferencia emocional colectiva, la ciudad, cansada de los abusos reales y percibidos del poder, proyecta en la figura de un redentor una fantasía reparadora. Pero las fantasías, por definición, colapsan cuando se enfrentan a la gravedad del mundo real.

Esta infantilización del ciudadano urbano es fruto de un largo proceso de degradación cultural en el que se ha confundido empatía con moralidad, intención con virtud, y sensibilidad con competencia. Se nos ha enseñado —en las aulas, en los medios, en las redes— que la legitimidad se gana con la emoción, no con el argumento. Que basta con decir «me importa» para ser automáticamente calificado como apto. Y que señalar los defectos estructurales de esta lógica es, por sí solo, una prueba de insensibilidad. Lo que ha surgido de este caldo de cultivo es una ciudadanía emocionalmente sobreprotegida, intolerante a la frustración, que busca consuelo institucional antes que liderazgo riguroso.

A nivel sociológico, el fenómeno revela el agotamiento de la polis como espacio de deliberación racional. Cuando la política municipal ya no gira en torno a la calidad de los servicios públicos o la eficiencia de los sistemas, sino en torno a la representatividad simbólica de las élites identitarias, la ciudad deja de ser una estructura organizativa y se transforma en un teatro de teatralidad política o activismo escénico. Las decisiones no se toman con base en indicadores o diagnósticos, se construyen como gestos morales hacia una audiencia ideológicamente predispuesta a aplaudir cada vez que el líder “habla desde el corazón”. Este sentimentalismo infantil convierte a la política local en un acto de liturgia moral. Y, como toda religión mal entendida, termina por reemplazar la razón por el dogma.

La consecuencia inmediata es una desconexión radical entre causa y efecto. Se promete transporte público gratuito sin calcular su viabilidad fiscal. Se habla de eliminar la criminalización de ciertos delitos sin prever el efecto disuasorio que tales normas cumplían. Se aboga por la creación de sistemas universales de cuidado sin considerar que los servicios de “alta calidad” requieren no solo buena voluntad, sino también competencia técnica y estructuras de responsabilidad. Esta es la falacia cardinal del nuevo urbanismo sentimental, suponer que la intención puede reemplazar al conocimiento, que el amor puede reemplazar a la ley.

Desde el punto de vista político, lo que ha sucedido en Nueva York no es la victoria de una nueva visión, sino el vaciamiento de la política como arte del equilibrio. La función primordial de un liderazgo político responsable no es satisfacer deseos inmediatos, sino armonizar intereses diversos dentro de un marco legal estable y con una mirada estratégica. Una ciudad como Nueva York, nodal en la economía mundial, no puede darse el lujo de ser gobernada por un conjunto de impulsos morales desorganizados. Y, sin embargo, eso es exactamente lo que ha ocurrido.

La elección reciente debe leerse como parte de una tendencia más amplia, la captura del aparato institucional por fuerzas ideológicas que no comprenden —ni valoran— los equilibrios de poder que han sido históricamente necesarios para sostener la libertad en contextos urbanos. El nuevo progresismo no es simplemente una alternativa ideológica, es una pulsión utópica que no tolera la mediación, la negociación ni el límite. Todo lo que se interpone entre su ideal y su implamntación es visto como retrógrado, opresivo o corrupto. Así, se elimina la oposición, se ridiculiza la prudencia, se deslegitima la ley y se glorifica la excepción.

Zohran Kwame Mamdani no ha llegado al poder por mérito ni por una confrontación abierta de ideas, sino por omisión, por la ausencia de una alternativa sólida, por el retiro de las voces moderadas, por el desencanto de una ciudadanía que ya no confía en que los procesos democráticos puedan alterar su destino. No hay verdadera competencia cuando más del 90 % de los votantes pertenecen a un solo partido y cuando el discurso dominante anula toda disidencia bajo la amenaza de ostracismo cultural. Este no es un ecosistema democrático, es una monocultura política disfrazada de pluralismo.

Y, sin embargo, la historia no termina con una elección. Lo que sigue será más revelador que cualquier discurso de campaña. Una ciudad no puede sostenerse sobre emociones ni sobre consignas. Una metrópoli requiere orden, claridad, planificación, responsabilidad fiscal y coherencia institucional. Requiere que se tomen decisiones difíciles, que se digan verdades incómodas y que se establezcan prioridades claras. Ninguna ideología, por noble que parezca, puede anular la lógica estructural de la realidad.

La arquitectura jurídica del sistema urbano también comienza a agrietarse bajo esta presión ideológica. El principio de igualdad ante la ley, piedra angular del derecho moderno, está siendo reemplazado por una justicia diferenciada según identidades políticas o simbólicas. La legalidad ya no es garantía de previsibilidad, sino un campo de batalla entre grupos que reclaman protección diferencial. El resultado es la fragmentación del espacio cívico, el debilitamiento de la confianza pública en las instituciones, y el surgimiento de zonas grises donde la ley pierde su capacidad de ordenar y proteger.

La ciudad, en este escenario, corre el riesgo de transformarse en una aglomeración sin pacto social. Cuando la seguridad pública es demonizada, cuando la policía es convertida en chivo expiatorio de todo mal, cuando los actos antisociales se justifican como expresiones de trauma, la urbe pierde su columna vertebral. Lo que se impone no es el caos romántico de la revolución, sino el deterioro lento, progresivo y silente de la vida cotidiana. El crimen deja de ser noticia; la ineficiencia se normaliza; la corrupción moral se disfraza de justicia social.

Así, la ciudad de Nueva York se adentra en un experimento ideológico que ya ha fracasado en otras partes del mundo. Se está sacrificando lo concreto por lo simbólico, lo probado por lo prometido, lo funcional por el teatro político. Y en este proceso, lo que se desvanece no es solamente la prosperidad económica o la seguridad ciudadana, sino la dignidad del ciudadano que ya no es tratado como adulto responsable, sino como cliente emocional de un Estado paternalista.

Hay quienes dirán que es demasiado pronto para juzgar, que toda administración merece tiempo para establecer su visión. Pero el problema no es el tiempo, es la dirección. No se puede caminar hacia el abismo con la esperanza de que, en algún punto, el suelo se vuelva más sólido. Lo que se necesita no es más entusiasmo, sino más realismo. No más emoción, sino más verdad. No más ideología, sino más integridad.

Porque el peligro no está en un hombre. El peligro está en una cultura política que ha perdido la capacidad de decir “no”, de trazar límites, de asumir el peso de la responsabilidad. El futuro de Nueva York no depende de los próximos slogans ni de las siguientes elecciones. Depende de que sus ciudadanos decidan —de una vez por todas— dejar de comportarse como víctimas esperando redención, y empiecen a actuar como adultos dispuestos a reconstruir, con paciencia y rigor, lo que otros han dejado caer.

Al final, Nueva York tendrá exactamente lo que pidió a gritos, mediocridad con pretensiones, caos envuelto en compasión y ruina disfrazada de redención. Y cuando la realidad empiece a cobrar sus cuentas —con calles intransitables, crimen impune y un gobierno tan inútil como soberbio—, que nadie finja sorpresa. Que se traguen cada eslogan, cada consigna, cada voto como quien mastica vidrio. Porque lo merecen. Y que les arda, para que al menos esta vez no lo olviden.

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