Gaza: el pecado imperdonable de tener razón

Es curioso —aunque no sorprendente— que el hecho más insólito del año no haya sido objeto de apertura en los noticieros europeos ni mucho menos de una columna editorial con cara y ojos. Ocurrió algo que en las redacciones no saben cómo procesar, una tregua efectiva en Gaza. Una pausa significativa en la maquinaria cínica del conflicto, producto de la voluntad de un hombre que, para el discurso progresista dominante, no tiene derecho siquiera a respirar, mucho menos a negociar la paz.

En efecto, ese hombre —la bestia negra de los bienpensantes— logró lo que la diplomacia multilateral, los burócratas de corbata gris y los pacifistas de X (Twitter) llevan décadas simulando, sentar a israelíes y gazatíes a hablar, cerrar un acuerdo y obtener resultados tangibles. Pero como el responsable de tal anomalía no forma parte de los salones decorados con la moralidad impostada de Bruselas, el hecho ha sido declarado inexistente. El periodismo lo ignora, la academia lo niega, y los activistas se refugian en la consigna.

La reacción es reveladora. No se ha producido un escándalo ético, ni una crisis diplomática, ni siquiera una condena en forma. Lo que se ha impuesto es un silencio espeso, denso, cargado de angustia simbólica. Porque aceptar que un outsider —un “inaceptable”— ha logrado lo que los supuestos adultos de la política no pudieron, implicaría revisar toda una narrativa estructural que lleva años vendiéndose como verdad absoluta. Y eso, para muchos, es psicológicamente inadmisible.

Porque claro, si alguien logra lo imposible sin cumplir con los rituales exigidos por el consenso, entonces la conclusión inevitable es que el consenso mismo es una farsa. Y admitir eso sería un golpe devastador para quienes han construido su identidad —política, emocional, incluso moral— sobre el rechazo absoluto al hereje.

En la mente del burgués educado en el secularismo progresista, la figura del “otro” debía ser el oprimido con pañuelo, no el magnate que toma Coca-Cola light y dice groserías en los mítines. Este último no podía, por definición, ser un agente de paz. Su sola existencia, al parecer, es una ofensa contra la gramática correcta del mundo.

Pero resulta que el mundo no obedece a la gramática. Obedece al poder, al cálculo, a la voluntad. Y, ocasionalmente, a la realidad.

Y es allí donde empieza el colapso mental de quienes pretendían que la historia les obedeciera por cortesía.

Cuando el dogma se enfrenta al resultado, el dogma se tambalea. Porque lo ocurrido en Gaza —aunque incómodo, aunque irritante— es un hecho. Y los hechos, por desgracia para los arquitectos de la narrativa, tienen la insolencia de no pedir permiso.

La paz, aunque sea temporal, no es un producto de la empatía ni de las emociones bien intencionadas. No se fabrica con discursos premiados en Oslo ni con hashtags brillando en las pantallas de los adolescentes europeos. Se obtiene mediante presión, cálculo, riesgo y, sobre todo, poder. Poder real. No el simbólico, no el blando, no el que se reparte en las conferencias donde se sirve vino ecológico, sino el poder que obliga a los actores a ceder porque saben que no hacerlo tiene un coste tangible.

En ese tablero —donde no rigen los buenos modales sino la disuasión, la recompensa y la humillación estratégica— es donde se movió la reciente operación que ha llevado a un alto al fuego en Gaza. Y no por una ONG. No por una mediación imparcial patrocinada por los países nórdicos. No. Fue porque alguien tuvo la osadía de tratar la diplomacia como una partida de ajedrez y no como una sesión de terapia de grupo con traducción simultánea.

Uno de los elementos más insólitos de este episodio fue el gesto de forzar al primer ministro israelí a disculparse con Qatar. Una jugada tan impensable como funcional, enviar a uno de los aliados históricos de EE. UU. a tragar bilis delante de un emirato del Golfo para demostrar a los árabes que la palabra del negociador es ley. ¿Grosero? Sí. ¿Orquestado como un espectáculo? Probablemente. ¿Eficaz? También.

Esto no es cinismo. Es política internacional. Y lo que chirría no es el método, sino el hecho de que funcione en manos del hombre equivocado.

Las capitales europeas llevan años cultivando una diplomacia que prefiere fracasar con dignidad antes que negociar con contundencia. De ahí su inoperancia. El alto funcionario que prefiere un informe bien redactado sobre el fracaso de una misión, antes que ensuciarse las manos presionando a actores incómodos. La diplomacia de las palabras que no significan nada. La de los gestos sin consecuencias.

Y de pronto, llega alguien con la desfachatez de operar al margen de ese sistema. Sin pedir permiso. Sin pedir perdón. Sin siquiera simular que le importa lo que piensen los editores de Le Monde o los curadores de derechos humanos de Ginebra.

El resultado, un impacto directo en el equilibrio regional. Una tregua no firmada en un simposio, sino impuesta como condición negociada entre partes dispares. Y con eso, la destrucción de un dogma, que solo la diplomacia ilustrada puede traer paz duradera. No. A veces, lo que hace falta es alguien dispuesto a ejercer el poder con la brutalidad que el momento exige.

Lo paradójico es que quien logra lo impensable no es el académico de Oxford, ni el tecnócrata de Bruselas, sino un personaje que en las sobremesas cultas de Europa solo puede mencionarse con desprecio. Un paria geopolítico que, sin embargo, ha logrado sentar a los enemigos en la misma mesa.

Ese es el verdadero escándalo. No la paz, sino quién la consiguió.

La reacción más llamativa ante los acontecimientos en Gaza no vino de los gobiernos, ni de los ejércitos, ni siquiera de las cancillerías. Vino del ciudadano occidental medio. Ese que, armado de indignación moral, comparte opiniones infalibles desde la comodidad de su sofá, con el fervor de quien ha reducido la política internacional a un meme con fondo rojo y letras en mayúsculas.

Porque si algo no se tolera hoy, no es el fracaso —habitual, incluso celebrado en ciertos círculos—, sino el éxito que proviene de la fuente equivocada. Y eso fue lo que ocurrió. El problema no es que haya paz. El problema es que la paz no llegó como se suponía que debía llegar, vestida de ONU, envuelta en narrativa poscolonial y firmada con tinta biodegradable en una mesa con paridad de género.

No. Esta tregua no tiene glamour, ni marco teórico, ni consenso académico. Solo tiene una cosa, resultados.

Por eso no se celebra. Porque celebrarla implicaría admitir que se puede tener razón sin pertenecer a la tribu correcta. Y eso, en el clima intelectual actual, es prácticamente un delito de lesa progresía.

Lo más siniestro del fenómeno no es la crítica —válida y deseable, sino la censura voluntaria. El periodismo europeo no solo evitó hablar del tema; lo enterró. La clase intelectual no solo evitó analizarlo; lo ridiculizó. Y la opinión pública —esa mezcla de virtud impostada y pereza informativa— simplemente decidió que era mejor no saber. Porque saber implicaba pensar. Y pensar, en estos tiempos, es peligroso.

Se ha instaurado una nueva forma de dogma, todo lo que no encaje con el relato dominante se desecha, no porque sea falso, sino porque es inconveniente. Y lo inconveniente, como bien sabemos, se cancela. Se oculta. Se suprime bajo toneladas de banalidades virales y microescándalos de pasarela.

Vivimos en una cultura donde es más fácil creer que todo lo que hace “el otro” es maligno, que aceptar que alguien detestado pueda producir un resultado virtuoso. Esta rigidez moral es, en el fondo, una forma de cobardía disfrazada de ética. Una incapacidad adulta para lidiar con la complejidad del mundo.

Y es aquí donde la verdadera lección de Gaza se vuelve insoportable, que los hechos no se subordinan al deseo. Que la paz, aunque nos parezca incorrecta en su procedencia, sigue siendo paz. Y que quienes la niegan o la ignoran no son más nobles ni más críticos, son cómplices del estancamiento.

No se trata de glorificar a nadie. Ni de convertir a un hombre en salvador, ni de olvidar sus sombras. Se trata de tener el coraje de decir lo evidente, que, en este caso, el villano hizo el trabajo que los héroes no pudieron.

Y eso, para muchos, es más imperdonable que la guerra misma.

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