Hay una forma de tiranía que no necesita campos de concentración, ni uniformes, ni consignas coreadas a viva voz. Una que no impone dogmas con violencia, sino que susurra rutinas con eficiencia. No exige lealtades absolutas, ni marchas multitudinarias, se contenta con tu distracción, con tu inercia, con el lento abandono de ti mismo.
Vivimos inmersos en ese tipo de sistema. Uno que no se contenta con predecir lo que harás, sino que se empeña en olvidarte quién eres. Y lo más desconcertante de todo es que funciona, no por imposición, sino por consentimiento pasivo.
La crisis actual no es una de información, sino de forma. No es que sepamos menos; es que sabemos sin estructura, sin jerarquía, sin sentido. Consumimos ideas como si fueran aperitivos: dulces, baratos, olvidables. La fragmentación de la atención ha alcanzado niveles tan obscenos que hablar de “libre albedrío” sin matices resulta hoy una forma elegante de autoengaño.
El dispositivo móvil —ese tótem moderno que llevamos a todos lados— se ha convertido en un agente de edición psíquica. Cada scroll, cada notificación, cada sugerencia algorítmica, es parte de una coreografía cuidadosamente calculada para reforzar ciertas asociaciones, eliminar otras, y en última instancia, reescribir la forma en que tu mente recuerda y responde.
No se trata ya de manipular lo que compras. Se trata de redirigir tus instintos más profundos, tus temores, tus anhelos, tu brújula moral. Y lo hace, además, sin pedirte permiso.
Parece ser que la identidad se ha convertido en el campo de batalla. Todo individuo humano es, en su núcleo más íntimo, un relato en evolución. Una cadena narrativa compuesta por memoria, significado y continuidad emocional. Cuando ese relato se ve interrumpido, cuando los fragmentos que lo sostienen se disuelven en ruido, lo que colapsa no es solo la memoria, es el yo.
Este fenómeno tiene un nombre clínico, disociación. En su forma extrema, es patología. En su forma cotidiana, es el estado generalizado del sujeto contemporáneo.
Sientes que no recuerdas qué hiciste la semana pasada. Te sorprendes olvidando conversaciones enteras, nombres, decisiones. Pero más allá de eso, lo que se erosiona es la confianza en el juicio propio. Si no puedes anclar tus pensamientos en una historia coherente, te vuelves maleable al relato ajeno.
No es paranoia. Es una simple consecuencia de ingeniería cognitiva, si alguien controla tu dieta atencional, eventualmente controlará tu identidad. Porque quien controla el foco, controla el significado. Y quien define el significado, te escribe desde fuera.
Lo más alarmante no es el aumento del contenido superficial. Es la creciente incapacidad de sostener una reflexión propia sin necesidad de validación externa. El sujeto digital vive en modo reactivo, no reflexivo. Reacciona al titular, al gesto, al meme. Pasa de la indignación a la apatía sin tránsito. Es un actor sin guion, un cuerpo sin voluntad, una conciencia que responde más al algoritmo que al sentido.
Y lo más patético de todo es que esta forma de ser se ha vuelto deseable. Se celebra la ligereza, la espontaneidad compulsiva, el cinismo en formato corto. La duda metódica ha sido reemplazada por la ironía hueca. El silencio profundo ha sido sustituido por el ruido ornamental.
El resultado es un sujeto emocionalmente saturado, pero espiritualmente vacío. Irritable pero impotente. “Autónomo” pero sin agencia. En resumen, una criatura formidablemente manipulable.
Muchos culpan a la tecnología, y sí, en parte es culpable. Pero hay algo más hondo, más amargo, más inquietante, nos rendimos con demasiada facilidad. Cambiamos profundidad por conveniencia, complejidad por dopamina rápida, identidad por visibilidad.
Y esa rendición no fue impuesta. Fue negociada. Cedimos la soberanía sobre nuestros hábitos, nuestras rutinas y finalmente nuestras narrativas, a cambio de la ilusión de conexión y la adicción a la distracción.
Es una traición al yo. No porque un sistema nos obligó, sino porque preferimos no pensar en las consecuencias.
Para recuperar el sentido del yo, no basta con desinstalar aplicaciones. No basta con hacer una “detox digital”. Es necesario emprender una reconfiguración profunda de cómo existimos en el mundo.
Y eso implica, entre otras cosas, asumir un rigor psicológico radical. Implica recuperar prácticas que hoy suenan casi reaccionarias, la introspección seria, el pensamiento largo, la escritura personal, el silencio deliberado, el cuerpo como espacio de verdad.
Esto no es misticismo. Es ciencia básica del cerebro, la memoria se consolida en el silencio, la atención se entrena con la repetición, y la identidad se afirma en la narrativa reflexiva. No hay magia. Hay trabajo. Y voluntad.
Diez formas de resistir el glitch
A continuación comparto, algunas estrategias concretas, no como recetas milagrosas, sino como principios de reconstrucción:
- Defiende tu tiempo como si fuera tu país. No se trata de productividad, sino de soberanía.
- Escribe. Todos los días. Aunque sea una línea. Si no narras tu vida, alguien más lo hará.
- Busca el silencio activamente. El silencio es donde empieza el pensamiento propio.
- Recuerda tus sueños más antiguos. Allí habita la versión de ti que aún no ha sido formateada.
- Desarrolla un código ético personal. No para imponerlo, sino para no olvidarlo.
- Redescubre la incomodidad. Lo que duele a veces indica lo que importa.
- Haz del cuerpo tu aliado. No puedes habitar la verdad si no habitas tu carne.
- Cuestiona tus opiniones más frecuentes. Tal vez no sean tuyas.
- Lee libros lentos. Si un libro no puede ser “scrolleado”, es una forma de resistencia.
- Sospecha del placer inmediato y gratuito. Porque suele tener un precio alto en diferido.
¿Y si no lo hacemos?
Si no emprendemos este camino, no perderemos simplemente el sentido del yo. Nos convertiremos en una especie que delegó su alma a cambio de estímulos. Una humanidad de sujetos sin historia, sin profundidad, sin responsabilidad.
Y eso no será una tragedia futura. Será una realidad presente, camuflada con filtros, bailes y notificaciones.
No hay que esperar un apocalipsis. Ya ocurrió. Fue silencioso. No vino en forma de explosión, sino de desconexión.
Pero si llegaste hasta aquí, si algo dentro de ti se resistió a cerrar la pestaña, si aún hay una parte tuya que recuerda —aunque sea vagamente— lo que eras antes de esta niebla, entonces no todo está perdido.
Porque lo que te están quitando no es solo tu atención. Es tu capacidad de recordar que alguna vez fuiste libre.
