La verdad secuestrada por la retórica

La izquierda, la derecha y el vómito ideológico son etiquetas para los que no quieren pensar.

Hay una costumbre reciente, a medio camino entre el fast food intelectual y la masturbación ideológica, que consiste en usar palabras como “la izquierda” y “la derecha” como si fueran especies biológicas o razas humanas diferenciadas por el ADN. “La izquierda odia la libertad”, gritan unos. “La derecha quiere matar a los pobres”, replican los otros. Y mientras tanto, el debate público se desliza hacia la cloaca del tribalismo emocional. Como si pensar fuera opcional. Como si los hechos molestaran.

La política se ha convertido en un concurso de eslóganes, donde millones de personas militan etiquetas como si fueran miembros de un equipo de fútbol, y no posiciones políticas complejas y contradictorias. Y es que, claro, analizar demanda esfuerzo, mientras que repetir frases hechas exige poco más que oxígeno.

En España, el ejemplo más patético fue la reciente guerra verbal entre “fachas” y “progres”, donde el insulto reemplazó al argumento, y la crítica racional fue expulsada del foro público como si fuera una plaga. ¿Que un ciudadano critica la okupación ilegal? “Facha.” ¿Que otro denuncia los abusos policiales? “Perroflauta.” Brillante forma de destruir la democracia sin pegar un solo tiro.

En Estados Unidos, la deriva fue aún más siniestra. El asalto al Capitolio (2021) y los disturbios de Black Lives Matter (2020) se leyeron como epopeyas o como terrorismo según la afiliación tribal del opinador. La misma acción —violencia, destrucción, intimidación— fue justificada o condenada no según el acto, sino según quién lo cometía. Si es “de los nuestros”, es justicia social. Si es “de los otros”, es sedición.

Este nivel de hipocresía no es nuevo. Lo que sí es nuevo es el orgullo con el que se ejerce. Antes, los farsantes al menos fingían coherencia. Hoy, la incoherencia es bandera política, y la doble moral, un mérito de campaña. Los mismos que hablan de derechos humanos aplauden a Maduro si lleva pañuelo rojo. Los mismos que reclaman libertad económica respaldan a gobiernos que criminalizan el aborto, la disidencia o el matrimonio igualitario. Todo vale, si viene con mi etiqueta ideológica favorita.

Y no se trata solo de ignorancia —que ya sería bastante—. Se trata de una forma sofisticada de cobardía moral: si convierto a millones de personas en “la izquierda” o “la derecha”, entonces puedo culparlas colectivamente de todo lo que me molesta, sin mirar nunca a los ojos del culpable real. Porque apuntar con nombre y apellido, eso requiere valor y criterio. Y la masa no tiene ni lo uno ni lo otro.

Por esta razón, programar a un radical es tan fácil como hacerlo en 10 pasos, utilizando el victimismo, simplificación y la épica del enemigo imaginario.

La radicalización política no cae del cielo. No brota por generación espontánea como una humedad ideológica en las paredes del cerebro. Se incuba, como una larva parasitaria, en la cultura educativa, los medios de comunicación y la narrativa victimista que tanto gusta a las generaciones actuales, tan frágiles que no soportan que alguien no esté de acuerdo con ellas sin correr a denunciar “violencia simbólica”.

Así se cría a un radical: se le enseña desde joven que vive oprimido por un sistema que lo odia, que el mundo está dividido entre buenos y malos, y que él, por supuesto, ha nacido en el lado correcto de la historia. Y lo que sigue es la receta del desastre: resentimiento, superioridad moral y hambre de castigo. No de justicia: de castigo.

Pongamos ejemplos, porque lo abstracto ya no mueve ni a un burro. En España, basta con entrar a una asamblea universitaria para escuchar frases como “hay que derrotar al neoliberalismo”, “el patriarcado es estructural” o “la derecha mata”. Lo curioso es que muchos de estos jóvenes —blancos, de clase media, con iPhones más caros que un salario mínimo— no han sido nunca víctimas de nada real. Pero han sido educados para sentirse víctimas de todo simbólico.

Así, cuando se produce un hecho violento —como los ataques a sedes de partidos políticos, las agresiones en manifestaciones o el señalamiento a profesores que no se ajustan a la ortodoxia ideológica—, la justificación llega en modo automático: “es que la rabia acumulada”, “es que nos han oprimido demasiado”, “es que era necesario”. Y claro, si el enemigo es el mal absoluto, todo está permitido. Hasta parecerse a él.

En Estados Unidos, esta lógica ha generado dos cosas: por un lado, jóvenes activistas que creen que destruir una estatua es justicia poética, y por otro, adultos emocionalmente atrofiados que creen que portar un rifle en el supermercado es libertad constitucional. Ambos viven en mundos paralelos, inflados por su propio narcisismo ideológico, sin contacto con la realidad, y convencidos de que el otro es un demonio sin alma.

Este fenómeno es particularmente grave porque transforma las causas legítimas en caricaturas peligrosas. La defensa de los derechos civiles, la crítica al racismo sistémico, la lucha contra la corrupción o el abuso estatal se convierten en excusas para destruir, cancelar o agredir. El discurso público se vacía de contenido y se llena de moralina hueca. Y entonces sí, como diría Freud, el superyó se convierte en tirano: ya no busca corregir la conducta, sino castigar al otro por existir.

Pero el problema no es solo psicológico. Es también cultural e institucional. Los partidos, las ONGs, los sindicatos, incluso las empresas, han aprendido que hay una nueva moneda de cambio: el victimismo performativo. Y la explotan con entusiasmo. La competencia ya no es por mejorar políticas, sino por quién ha sufrido más, quién llora mejor en X, quién acusa con más furia a los demás de fascismo o comunismo según convenga.

Así se construye un radical. Así se destruye una democracia. No con balas. Con eslóganes.

Nadie quiere hablar de responsabilidad, ley y coherencia es incómodo, pero es urgente.

Ahora llegamos al punto que más escuece, ese que los políticos evitan, que los opinólogos maquillan y que la mayoría prefiere ignorar entre memes y slogans: la responsabilidad individual.

Porque, aunque parezca revolucionario decirlo, uno es responsable de lo que dice, de lo que insinúa y, sí, también de lo que otros hacen cuando uno agita la masa con gasolina ideológica. La libertad de expresión, ese santo grial que muchos blandieron cuando eran oposición y luego intentaron censurar cuando llegaron al poder, no es un pase libre para incendiar mentes frágiles sin consecuencias.

En España, lo hemos visto con la ligereza con que ciertos diputados, periodistas o influencers insultan, polarizan y alimentan el odio tribal, para luego hacerse los escandalizados cuando un exaltado amenaza con matar al “enemigo político”. Se lavan las manos con una sonrisa digna de Poncio Pilato: “Yo solo dije que eran unos fascistas que deberían desaparecer, no que alguien los hiciera desaparecer”.

¡Ah, qué fina diferencia semántica! Tan fina como una hoja de afeitar sobre la yugular de la democracia.

El problema es que la ley va por detrás de la realidad comunicativa. En la era de la viralización emocional, un tuit puede tener más impacto que una ley orgánica, y un influencer más poder que un presidente del Parlamento. Pero seguimos sin adaptar nuestras instituciones a esa realidad. Seguimos tratando la libertad de expresión como si estuviéramos en el siglo XIX, cuando un discurso inflamado necesitaba imprenta, papel, distribución y semanas de circulación. Hoy, basta con pulsar “publicar”.

Y aquí viene la parte más odiosa —porque implica madurar, y eso no está de moda—: la coherencia ética. No se puede ir por la vida pidiendo tolerancia mientras se cancela al disidente, reclamando libertad mientras se impone silencio, o condenando la violencia mientras se ríe de ella cuando es “en mi equipo”. Eso es de cobardes. De oportunistas. De farsantes.

En España, lo vemos con la censura selectiva: se permite una escenificación vejatoria contra símbolos religiosos o patrios, pero se criminaliza un chiste sobre ciertos colectivos protegidos. Y en Estados Unidos, se defiende la Primera Enmienda a capa y espada cuando sirve para escupir odio, pero se ignora cuando sirve para defender la crítica razonada al gobierno o al ejército.

En esta línea parece que la hipocresía se ha elevado a doctrina constitucional.

El declive no es inevitable. Pero requiere algo revolucionario: coraje ético. Razonamiento individual. Una ciudadanía que no delegue su juicio en etiquetas. Que entienda que no se trata de ganar al otro, sino de construir un marco común donde disentir no sea un acto de guerra, sino un ejercicio de civismo, para evitar que repitan asesinatos horrendos como el de Charlie Kirk.

Así que, querido lector, la próxima vez que digas “la izquierda” o “la derecha” como si hablaras de los Borg de Star Trek, mírate al espejo y pregúntate si no te estás convirtiendo justo en eso que juraste combatir.

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