Durante gran parte del siglo XX, California encarnó el mito más cercano al “sueño americano”: un espacio de innovación tecnológica, de producción cultural globalizada y de movilidad social acelerada. Silicon Valley representaba el ingenio humano llevado a su máxima expresión; Hollywood, la narrativa simbólica de la modernidad; y las playas del Pacífico, el ideal hedonista de la vida californiana. Sin embargo, con el paso de las décadas —y de manera más visible en el siglo XXI— ese modelo ha sufrido un proceso de descomposición progresiva. Lejos de consolidarse como paradigma de prosperidad sostenible, California se ha transformado en un caso paradigmático de cómo un Estado rico en recursos, talento e infraestructura puede caer en la decadencia a causa de decisiones políticas equivocadas, liderazgos desconectados y un marco normativo desfasado respecto a las necesidades reales de la ciudadanía.
En este contexto, la figura del gobernador Gavin Newsom se vuelve central. Desde su llegada al poder en 2019, tras su paso por la alcaldía de San Francisco y la vicegobernación, Newsom ha impulsado un estilo de gestión caracterizado por el progresismo esenificado: una política que prioriza el gesto simbólico y la retórica estética sobre la eficiencia administrativa y el pragmatismo resolutivo. De manera paralela, la alcaldesa de Los Ángeles, Karen Bass, ha replicado la misma lógica en el ámbito local, con anuncios espectaculares y programas cosméticos que no han logrado revertir el deterioro urbano.
Ahora bien, para comprender el deterioro de California conviene observarlo a través de una lente multidisciplinaria. Desde la sociología, se constata el colapso del espacio público ocupado por indigencia, violencia e inseguridad; desde la economía, se verifica el éxodo empresarial y la inviabilidad fiscal; desde la política, surge la desconexión creciente entre ciudadanía e instituciones; desde el ámbito filosófico, se observa la sustitución del gobierno como servicio público por la política como espectáculo. Así, lo que ocurre en California no es un fenómeno aislado, sino un laboratorio fallido del cual otras sociedades deben aprender. Como bien advertía Sloterdijk (2005), “la política que prioriza la moral estética sobre la eficacia termina administrando ruinas decoradas”.
En primer lugar, el colapso urbano ilustra con claridad la magnitud del fracaso. A pesar de que el presupuesto estatal supera los 300 mil millones de dólares (California Department of Finance, 2024), las ciudades californianas experimentan una degradación social visible. El problema de la indigencia es alarmante: más de 181,000 personas sin hogar, es decir, cerca del 28% del total nacional, sobreviven en las calles del estado (HUD, 2024). En Los Ángeles, el programa “Inside Safe” de Karen Bass logró reubicar solo a una fracción mínima de quienes viven en condiciones inhumanas. La consecuencia inmediata es un deterioro del tejido urbano y un aumento en la percepción de inseguridad ciudadana.
Además, las políticas medioambientales, lejos de proteger a la población, han intensificado las catástrofes naturales. La negativa a realizar podas preventivas en áreas forestales, amparada en un ecologismo simbólico, ha multiplicado los incendios devastadores. En paralelo, la obsolescencia de la infraestructura eléctrica y la irresponsabilidad de empresas como PG&E, acusada judicialmente por provocar incendios masivos (New York Times, 2020), han agravado la situación. En suma, el fuego en California no es únicamente un fenómeno natural: es también el resultado de un abandono estatal que privilegia la estética ambientalista sobre la seguridad preventiva.
La violencia urbana completa el cuadro. En San Francisco, por ejemplo, la decisión de no perseguir penalmente los hurtos menores generó una cultura de impunidad que terminó por provocar el cierre masivo de cadenas como Walgreens y CVS. Max Weber (1919) advirtió que cuando el Estado abdica de su monopolio de la violencia legítima, la legitimidad política se resquebraja. Justamente eso ocurre en California: la retirada del Estado en su función básica de garantizar el orden ha derivado en el avance del caos social.
Cabe señalar que, si del ámbito urbano pasamos al terreno económico, observamos un modelo fiscal punitivo que ha convertido al estado en un espacio hostil para la inversión y el trabajo. Con un impuesto sobre la renta personal que alcanza el 13.3%, el más alto de Estados Unidos (Tax Foundation, 2024), California ha empujado a miles de contribuyentes hacia otros estados. Grandes corporaciones como Tesla, Oracle, Hewlett-Packard y Palantir trasladaron sus sedes a lugares con marcos tributarios más racionales, como Texas o Florida (CNBC, 2023). Este éxodo empresarial no se limita a las multinacionales: también afecta a pequeños empresarios, trabajadores independientes y jubilados, que se ven expulsados por el costo de vida desorbitado y la carga fiscal regresiva.
La consecuencia directa de esta fuga es la paradoja de un Estado millonario en presupuesto pero deficitario en resultados. De hecho, se estima un déficit presupuestario de 45 mil millones de dólares para 2025 (LAO, 2024). Así, la política fiscal de Newsom, presentada como redistributiva, se revela insostenible: al reducirse la base contributiva, aumenta la presión sobre quienes permanecen, lo que alimenta un círculo vicioso de expulsión poblacional y endeudamiento estatal. Como señaló Hayek (1944), “la riqueza no florece donde es castigada, sino donde se regula con racionalidad”.
En este punto, cabe reflexionar sobre la raíz del problema: la sustitución de la gobernabilidad real por la ideología coméstica. Bajo el mandato de Newsom y Bass, la política se ha transformado en un espectáculo moralizante que privilegia la señalización ética sobre la resolución efectiva de problemas. Ejemplo de ello son medidas como la prohibición de autos a gasolina a partir de 2035, la financiación de “espacios seguros” para el consumo de drogas o la obsesión con la inclusión lingüística en documentos oficiales. Aunque todas ellas responden a discursos progresistas globales, ninguna ataca los problemas más acuciantes del ciudadano medio: vivienda, empleo, seguridad y salud mental.
Asimismo, la ley AB5, que restringió el trabajo independiente, pretendía garantizar derechos laborales, pero terminó destruyendo miles de empleos en la gig economy, perjudicando a quienes más dependían de la flexibilidad laboral (Harvard Law Review, 2021). Como bien advirtió Pierre Bourdieu (1991), el exceso de “capital simbólico” en la política termina produciendo efectos sociales contraproducentes: la realidad no cambia porque el lenguaje la embellezca, sino porque existen recursos efectivos para transformarla.
De este modo, la gobernanza de escenificación no solo falla en lo económico y lo social, sino que erosiona la legitimidad institucional. La participación electoral en 2022 cayó al 42%, reflejo de una ciudadanía que percibe al Estado como incapaz de cumplir sus funciones mínimas (California Secretary of State, 2022). Además, el populismo judicial de figuras como George Gascón, Fiscal de Distrito de Los Ángeles, quien eliminó medidas punitivas clave, ha reforzado la percepción de impunidad (Los Angeles Times, 2023).
Este divorcio entre élites políticas y sociedad se intensificó con episodios de hipocresía flagrante, como la cena de Newsom en el restaurante The French Laundry durante el confinamiento por COVID-19 (San Francisco Chronicle, 2020). Tales gestos consolidaron la imagen de un liderazgo desconectado, privilegiado e incoherente. Así, la ciudadanía responde con abstención, con iniciativas privadas de seguridad comunitaria o con movimientos separatistas marginales, pero todos convergen en una misma premisa: el contrato social californiano está roto.
Llegados a este punto, resulta imprescindible reflexionar sobre el horizonte. ¿Está condenada California a su colapso definitivo? La respuesta es negativa, pero exige cambios estructurales. Es decir, se necesita abandonar la política como espectáculo y retomar la gestión como praxis racional. Para ello, se proponen diez líneas estratégicas: una reforma fiscal integral, un plan de emergencia habitacional, la reintroducción de la tolerancia cero ante la criminalidad reincidente, una gestión ambiental profesionalizada, la revisión de la ley AB5, la creación de un sistema de salud mental comunitario, la descentralización de la gestión urbana, la instauración de observatorios ciudadanos de auditoría, una reforma educativa técnica e inclusiva, y finalmente, una reconstrucción del contrato simbólico a través de la promoción cultural del civismo.
En definitiva, California no es ya la vitrina luminosa del sueño americano, sino el escaparate de su caricatura: un recordatorio brutal de lo que ocurre cuando la política renuncia a gobernar y se prostituye como espectáculo. Lo que alguna vez fue motor de innovación y símbolo de modernidad se ha degradado en un teatro grotesco donde la moral estética reemplaza a la eficacia, y donde la retórica del “progreso” sirve de cortina para el colapso social. Las ruinas están ahí, disfrazadas con decorados ideológicos y discursos inclusivos que no alimentan, no protegen y no salvan a nadie. No hay eufemismo ni cosmética que pueda ocultar el hedor de un fracaso tan ostentoso. Nombrarlo con suavidad sería colaborar en la farsa; nombrarlo con precisión es el primer acto de honestidad intelectual. California no necesita más promesas ni más gestos, sino la brutal cirugía de la verdad. Solo así dejará de ser un mito maquillado para convertirse, de nuevo, en una realidad digna de ser vivida.
