Mentiras mediáticas: deshonestidad y farsa en España

Una versión ampliada del artículo se publicará en el próximo volumen del informe Need to Know.

En la España del siglo XXI, el periodismo ha dejado de ser, en gran parte, un servicio público para convertirse en un campo de batalla simbólico. No hablamos únicamente de tertulias estridentes o titulares sensacionalistas: nos referimos a una transformación estructural en la función que los medios desempeñan en la sociedad. ¿Por qué tantos periodistas, analistas y tertulianos no solo carecen de honestidad, sino que además parecen considerar la honradez una excentricidad anticuada, propia de amateurs ingenuos? La respuesta no puede buscarse solo en la moral individual, sino en la arquitectura institucional, económica y cultural de los medios en España, donde la farsa ha sustituido a la verdad como norma operativa.

Históricamente, el periodismo en España ha vivido transiciones abruptas: del control franquista al pluralismo democrático, de la prensa escrita al dominio digital, y del modelo de “cuarto poder” al de mercancía audiovisual altamente emocionalizada. Esta última mutación se ha acentuado desde la crisis económica de 2008, que forzó cierres de redacciones, despidos masivos y una concentración aún mayor de los medios en manos de grupos financieros o corporaciones ideológicas.

Actualmente, los principales conglomerados mediáticos españoles —como Atresmedia, Mediaset, PRISA o Vocento— no son solo agentes informativos, sino instrumentos de poder político, económico y cultural, orientados a maximizar audiencia y fidelidad ideológica. Las tertulias políticas televisivas (como El programa de Ana Rosa, Al rojo vivo, Espejo Público o Todo es mentira) ya no priorizan el análisis riguroso, sino la espectacularización del conflicto, la emoción reactiva y la repetición de relatos prefabricados. Me llama especialmente la atención Todo es mentira, que ha perfeccionado la fórmula del progresismo guionizado: se mezcla ironía pop con indignación moral, se reparten diplomas de decencia y se entroniza una idea de superioridad moral reciclada en memes. Pero bajo la sátira se esconde lo mismo: alineación editorial, ausencia de disenso real y una visión maniquea donde todo el que no ría el chiste es sospechoso de fascismo o gilipollismo. La izquierda mediática ha aprendido a parecer crítica sin serlo, y a conservar cuota de mercado sin incomodar a nadie que pague publicidad.

En este contexto, el tertuliano no es un experto imparcial, sino un actor con guion. Y el periodista no informa: interpreta, edita, dramatiza o silencia según la lógica del canal, la ideología del medio y las exigencias del “prime time”. La honestidad se vuelve entonces un lujo incompatible con la supervivencia profesional. Como explican Ramón Reig (2011) y Pascual Serrano (2009), la información ha sido colonizada por una lógica empresarial que penaliza la complejidad y premia el conflicto simplificado.

El resultado es una pérdida masiva de confianza ciudadana. Según el Digital News Report (Reuters Institute, 2024), solo el 23 % de los españoles confía en las noticias la mayoría del tiempo, situándose entre los países europeos con menor nivel de confianza en los medios de comunicación. Además, aproximadamente el 39 % admite evitar activamente el consumo de noticias con frecuencia, lo que refleja una fatiga informativa en ascenso respecto al año anterior. Esta erosión no es un accidente: es producto de un ecosistema mediático que ha sustituido el rigor por el relato, la evidencia por la emoción y el análisis por la escenografía. El periodismo no ha resistido las nuevas reglas del juego: ha sido absorbido por ellas.

El tertuliano es un síntoma de la desinformación, tribalismo y espectáculo en la esfera pública española. En la televisión española, la figura del tertuliano se ha convertido en el emblema de una cultura mediática en crisis. Muy lejos del intelectual orgánico o el analista con criterio, el tertuliano promedio representa una síntesis de espectáculo, activismo ideológico y retórica de confrontación emocional. Lo que aparenta ser pluralismo de voces es, en realidad, una escenificación reglada del conflicto, donde cada actor representa una posición polarizada, repetitiva y predecible.

Las tertulias televisivas —como las que se despliegan diariamente en Cuatro al día, La Sexta Noche, El cascabel o Todo es mentira— no son espacios deliberativos sino arenas gladiatorias, donde el objetivo no es esclarecer, sino generar engagement emocional. En estas dinámicas, la deshonestidad no es una disfunción: es un elemento constitutivo del formato. El tertuliano exagera, manipula o silencia hechos no para engañar per se, sino para cumplir su papel simbólico dentro de una narrativa polarizante.

El caso de tertulianos que, sin formación específica, opinan sobre salud pública, geopolítica o economía con tono categórico es sintomático: la autoridad ya no se construye con conocimiento, sino con visibilidad, repetición y carisma mediático. Esta transformación responde, como han señalado Manuel Castells (2009) y Daniel Innerarity (2015), a la lógica de la “sociedad red”: en la economía de la atención, lo que importa no es la verdad, sino quién grita más fuerte y quién obtiene más clics.

En paralelo, las redes sociales han institucionalizado lo que podría describirse —sin temor a caer en el sarcasmo— como el arquetipo del tertuliano viral: una criatura anfibia que merodea entre la televisión convencional y las plataformas digitales, cultivando audiencias no mediante el rigor argumental, sino a través del sentimentalismo fabricado y la reafirmación identitaria. En este ecosistema, la deshonestidad intelectual no solo es tolerada, sino a menudo celebrada como un signo de “autenticidad emocional”, aunque repose en falacias mal disimuladas, datos sospechosamente vagos o narrativas diseñadas para exacerbar la tribalización política.

Este patrón no pertenece a un solo rincón del espectro ideológico. A diestra y siniestra, comunicadores como Javier Negre, Cristina Seguí o ciertos propagandistas camuflados en medios públicos convierten la opinión en mercancía, el activismo en espectáculo, y la propaganda en entretenimiento. Pero sería intelectualmente deshonesto detenerse ahí. En la otra orilla, perfiles como Sarah Santalolla, Pablo Echenique o ciertos influencers del progresismo performativo incurren en el mismo vicio: emocionalismo como sustituto del análisis, consigna como reemplazo del argumento.

Y luego está Gonzalo Miró, la quintaesencia del opinólogo de plantilla: eternamente presente, eternamente superficial. Su papel no es tanto el de provocar pensamiento como el de llenar minutos, como si la verborrea tibia pudiera disfrazarse de sensatez. Es el equivalente mediático de un mueble de diseño: caro, decorativo y perfectamente prescindible. Su aportación al debate es tan anodina que uno sospecha si no se trata de una parodia involuntaria del intelectual televisivo. Así, entre la histeria de unos y la blandura de otros, el espacio público se convierte en un teatro de sombras, donde lo que se impone no es la verdad, sino su farsa más rentable.

La consecuencia directa es un aumento de la polarización afectiva: la ciudadanía ya no se divide por proyectos políticos racionales, sino por identidades mediáticas emocionales. El espectador de La Sexta no solo se informa de forma distinta que el de 13TV, sino que vive en universos simbólicos incompatibles. La deshonestidad mediática no solo deforma el hecho: fractura la posibilidad misma de un consenso epistémico compartido.

Esto no se debe únicamente a las “fake news”, sino a un sistema que reproduce deshonestidad estructural desde los medios legítimos. “El tertuliano no busca la verdad, sino la fidelidad afectiva de su público. Ya no informa: pastorea.” ¿Periodismo o partidismo? En realidad, se trata del colapso de la integridad informativa en las redacciones españolas.

Si el tertuliano es la cara más visible del espectáculo mediático, la raíz de la deshonestidad se encuentra en las estructuras de poder y organización dentro de los propios medios de comunicación. En España, las redacciones han sufrido un deterioro progresivo de su autonomía, calidad y compromiso con la verdad, consecuencia directa de la precariedad laboral, la concentración empresarial y la colonización político-partidista del espacio informativo.

Uno de los factores más graves es la instrumentalización política de los medios públicos, en especial RTVE. A pesar de su teórica vocación de neutralidad y servicio público, RTVE ha sido históricamente objeto de presiones gubernamentales que limitan su independencia editorial. Cada cambio de gobierno conlleva movimientos en la dirección informativa, en los equipos de redacción y en los rostros visibles de la cadena, lo cual mina su credibilidad ante la ciudadanía. Según una alerta reciente de la Plataforma para la Seguridad de los Periodistas del Consejo de Europa (noviembre 2024), la reforma del sistema de nombramiento del Consejo de RTVE “supone una amenaza grave a la libertad de información” y pone “en riesgo la independencia política” del ente. Esto evidencia una exigencia implícita de despolitizar RTVE para preservar su función democrática.

Por otro lado, los medios privados están atrapados en una doble dependencia: de los anunciantes y de los propietarios de los conglomerados. Atresmedia y Mediaset —dueños de La Sexta, Antena 3, Telecinco y Cuatro, entre otros— no funcionan como espacios plurales de debate, sino como operadores de intereses económicos y políticos cruzados. Estas empresas han comprendido que el enfrentamiento ideológico genera mayor audiencia que el análisis ponderado, y han modelado sus parrillas en consecuencia.

Este modelo favorece un tipo de periodista “estrella” que responde a la línea ideológica del medio antes que al compromiso con los hechos. En las redacciones se premia la fidelidad, la viralidad, la alineación editorial y la capacidad de generar titulares rentables. La ética periodística —aquella que exige contrastar fuentes, evitar juicios sin pruebas o contextualizar los datos— ha sido relegada frente a la lógica de la supervivencia profesional. Como advierte Ramón Reig (2011), los periodistas españoles trabajan en condiciones de precariedad que fomentan la autocensura y la banalización de los contenidos.

Además, la desinformación se ha institucionalizado a través de mecanismos como el “clickbait”, las piezas “copypasteadas” de agencias sin verificación adicional, y los titulares engañosos que contradicen el cuerpo de la noticia. Todo ello erosiona la confianza ciudadana y desactiva el pensamiento crítico, promoviendo una actitud cínica hacia los hechos, la política y la realidad.

La cobertura de temas complejos como el conflicto catalán, la gestión migratoria, la violencia de género o el caso Pegasus ha estado plagada de desinformaciones parciales, encuadres sesgados y manipulaciones simbólicas. Cada medio escoge los datos que refuerzan su relato, omitiendo los que lo desmienten. Así, los hechos son utilizados como munición narrativa, no como elementos de comprensión colectiva.

En síntesis, el problema no es que algunos periodistas mientan, sino que el sistema mediático español se ha configurado para desincentivar la verdad y recompensar el relato tribal. Los periodistas han dejado de mirar a la ciudadanía para mirar al algoritmo y al poder.

Existe una necesidad urgente de reconstruir la confianza e impulsar una regeneración mediática en España.

Frente a este panorama de deshonestidad estructural en los medios de comunicación españoles, la necesidad de una reforma profunda e integral del ecosistema mediático se vuelve urgente. No basta con exigir ética individual a los comunicadores: es preciso transformar los incentivos, estructuras y marcos normativos que hoy penalizan la honestidad y premian el espectáculo o el servilismo.

La regeneración mediática en España debe implicar una combinación de reformas institucionales, culturales y tecnológicas. A continuación, presento diez propuestas estratégicas, específicas para el contexto español, que buscan restaurar la integridad, pluralidad y rigor del discurso público:

  1. Blindaje legal de RTVE frente a injerencias políticas: Reformar el sistema de elección del Consejo de RTVE para garantizar su independencia, eliminando cuotas partidistas y promoviendo una dirección técnica basada en mérito y trayectoria. La BBC o la ZDF pueden servir como referentes. RTVE debe volver a ser una referencia de periodismo riguroso, no una herramienta gubernamental.
  1. Obligatoriedad de transparencia editorial en los medios privados: Exigir por ley que los medios de comunicación revelen públicamente sus líneas editoriales, financiación y posibles conflictos de interés. El lector tiene derecho a conocer desde qué marco ideológico se informa.
  1. 3. Creación de un estatuto profesional para tertulianos: Establecer normas éticas básicas para quienes participan en espacios de opinión pública masiva, incluyendo obligación de rectificación ante información falsa, límites a la difamación, y formación mínima acreditada para opinar sobre asuntos técnicos.
  1. Incentivos fiscales a medios independientes y cooperativos: Ofrecer ventajas fiscales, subvenciones o acceso prioritario a fondos públicos a medios cooperativos, sin ánimo de lucro o orientados a la investigación rigurosa, para reducir su vulnerabilidad económica y aumentar su impacto social.
  1. Reforma de la publicidad institucional: Garantizar que la publicidad del Estado no se utilice como mecanismo de control indirecto sobre los medios. Esta debe distribuirse según criterios objetivos de audiencia, impacto social y pluralismo informativo, no afinidad política.
  1. Alfabetización mediática en el sistema educativo: Incorporar en ESO y Bachillerato asignaturas de pensamiento crítico, análisis del discurso y consumo responsable de medios, para formar una ciudadanía capaz de distinguir hechos de opinión, información de propaganda.
  1. Observatorio nacional de calidad informativa: Crear un organismo independiente que evalúe periódicamente la calidad de la información emitida por los principales medios, emitiendo informes públicos y sancionando prácticas deshonestas o manipuladoras.
  1. Fomento de la cultura de la rectificación: Establecer un protocolo obligatorio para que los medios rectifiquen con la misma visibilidad las noticias falsas o erróneas. La desinformación no debe salir gratis: rectificar no puede seguir siendo opcional.
  1. Protección efectiva a periodistas frente a represalias: Reforzar los mecanismos de protección legal y sindical para periodistas que denuncien presiones editoriales, censura interna o corrupción informativa. La honestidad profesional no puede significar el despido o la marginación.
  1. Premios y reconocimientos públicos al periodismo riguros: Crear galardones oficiales a periodistas y medios que destaquen por su integridad, profundidad y compromiso con la verdad, con dotación económica y visibilidad institucional. Hay que dignificar la excelencia y penalizar la banalidad.

La crisis de honestidad en los medios de comunicación españoles no es un fenómeno espontáneo, ni reducible al oportunismo de algunos comunicadores. Se trata de una expresión sintomática de un sistema mediático que ha abandonado su función democrática, atrapado entre intereses comerciales, polarización política y estructuras de precariedad.

Recuperar un espacio público basado en hechos contrastados, pluralismo real y análisis crítico no es solo una necesidad profesional, sino una urgencia democrática. Sin periodismo honesto, no hay ciudadanía informada. Y sin ciudadanía informada, la democracia se convierte en una coreografía vacía.

Es hora de asumir que la información no es un producto de entretenimiento: es un bien común que sostiene la inteligencia colectiva de un país. Protegerla, cultivarla y dignificarla es tarea de todos. “Solo una ciudadanía bien informada puede ser libre. Lo demás es escenografía”.

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