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En un escenario de saturación mediática, opacidad institucional y deriva moral, la figura del ciudadano español contemporáneo comienza a parecerse inquietantemente a la del protagonista de la película The Truman Show.
En tiempos donde la verdad es maleable, la corrupción sistémica se normaliza y la opinión pública es una masa moldeable por algoritmos y narrativas interesadas, la España que lidera Pedro Sánchez no es tanto una democracia como un montaje escenográfico, un elaborado teatro de sombras cuyo propósito no es gobernar sino simular que se gobierna. Como en The Truman Show, los ciudadanos son los protagonistas de un decorado cuidadosamente coreografiado. Todo es apariencia, todo es relato. La diferencia, claro, es que en la España de hoy, los guionistas cobran del erario público y los actores fingen pluralismo mientras repiten las consignas del poder.
La analogía con la película de Peter Weir no es un simple recurso estético. Es una advertencia: la hiperrealidad ha suplantado la política. Ya no importa lo que ocurre, sino lo que se dice que ocurre. Baudrillard se revolvería de satisfacción intelectual ante tamaña confirmación de su diagnóstico. En el ecosistema del sanchismo, los hechos no tienen valor intrínseco. Su valor depende de la narrativa oficial, un libreto redactado desde el Consejo de Ministros y ejecutado por medios de comunicación que han sustituido el periodismo por el servicio civil del relato.
No se trata de una deriva ocasional ni de una “excesiva comunicación institucional”. Estamos ante un proyecto de poder basado en la sustitución de la verdad por una ficción interesada. En esta España escenificada, el disidente es un estético malfuncionamiento del sistema, una disonancia que debe ser corregida, ridiculizada o aislada. Como Truman cuando descubre que algo no encaja, el ciudadano crítico es persuadido, acallado o directamente cancelado. Las tormentas mediáticas se desatan con una eficacia orwelliana: no se busca rebatir al crítico, sino demonizarlo hasta que su reputación sea el mensaje.
Pedro Sánchez no gobierna con leyes, sino con ficciones. Su herramienta más poderosa no es el BOE, sino el teleprompter. Gobernabilidad, diálogo, convivencia: palabras que, como en la neolengua de Orwell, no significan lo que significan, sino lo que conviene que signifiquen. El indulto se convierte en reconciliación, la impunidad en avance histórico, y el chantaje en pluralismo. Es la gramática del simulacro: una operación semántica que permite pervertir el orden constitucional sin levantar sospechas entre los domesticados espectadores.
Todo está al servicio del show. El CIS, que antaño era una herramienta de medición empírica, es hoy un oráculo manipulado por Tezanos, un tambor de guerra demoscópico. RTVE, otrora baluarte del servicio público, se ha convertido en una suerte de Noticiero del Partido. Los sindicatos, buena parte del mundo universitario, la cultura subvencionada: todos aplauden desde la grada mientras se descompone la arquitectura democrática.
En este contexto, los casos de corrupción ya no escandalizan. Son parte del decorado. Contratos inflados durante la pandemia, familiares del presidente implicados en tramas opacas, amnistías concedidas a cambio de investiduras: todo se disuelve en la bruma de una narrativa que convierte al delincuente en aliado y al juez en enemigo del progreso. Como advertía Arendt, la banalización del mal no requiere de monstruos, sino de burócratas con sonrisa empática.
Más preocupante aún es la dimensión afectiva de este montaje. Siguiendo a Byung-Chul Han, el poder ya no reprime: seduce. Se nos gobierna a través de emociones. La retórica progresista se convierte en chantaje emocional: si cuestionas el régimen, eres facha, negacionista, insensible. No hay crítica legítima, solo traición moral. Esta psicopolítica convierte al ciudadano en cómplice de su propia domesticación.
El resultado es devastador. Se destruye la posibilidad misma de pensar. Se sustituye el argumento por la emoción, la prueba por el testimonio, la crítica por el relato victimista. Cada escándalo es amortiguado con una dosis de pedagogía sentimental. La corrupción se relativiza si viene acompañada de una narrativa de inclusión. El abuso de poder se justifica si se hace en nombre del antifascismo.
La tragedia de este modelo es que funciona. El ciudadano ha interiorizado los límites del decorado. No espera justicia, sino estabilidad. No quiere verdad, sino confort. Se ha producido una resignación masiva, una adaptación cínica al fraude institucional. El show ha triunfado. Y sin embargo, como Truman, algunos empiezan a notar las grietas.
Esa grieta puede ser una encuesta sospechosa, un periodista despedido, un juez atacado, una contradicción demasiado burda. Es el micrófono que cae del cielo. El muro que no estaba en los mapas. La sensación de que algo no encaja. Y es en ese instante de incomodidad donde reside la esperanza.
Salir del simulacro no es sencillo. Requiere voluntad, coraje y propuestas concretas. No basta con denunciar: hay que reconstruir. Las reformas son posibles. La independencia judicial se puede blindar. Los medios pueden recuperar su autonomía. La corrupción puede ser castigada. La educación puede formar ciudadanos, no espectadores. Pero todo esto exige una ruptura con la pedagogía del miedo y la narrativa del confort. Exige, en suma, abrir la puerta del decorado y caminar hacia el mar.
Truman lo hizo. Cruzó la puerta. Dijo adios al simulacro. No sabía lo que le esperaba, pero sabía que la libertad era mejor que la mentira. En España, ha llegado la hora de hacer lo mismo. Porque vivir en la verdad no es una cuestión ideológica, sino un acto de dignidad.
Finalmente, para aquellos periodistas que nunca dijeron nada: Como dice Chase Hughes: “Si estás en el negocio de encontrar la verdad y tu precio no es tu vida, tu versión de la verdad está a la venta”.
