Las naciones modernas se sostienen sobre un delicado equilibrio entre la legitimidad institucional y la capacidad de actuar con eficacia en defensa de sus intereses estratégicos. A lo largo de la última década, ese equilibrio se ha desintegrado de manera progresiva bajo la presión combinada de la polarización cultural, la globalización financiera y la erosión de los vínculos comunitarios que antaño ofrecían cohesión interna. La respuesta de las elites ante este proceso no ha sido la autocrítica reflexiva ni la búsqueda de un nuevo contrato social. Por el contrario, ha consistido en la reafirmación dogmática de los paradigmas que condujeron a la crisis, acompañada de una represión preventiva de cualquier voz que expusiera su falacia.
La incapacidad de reconocer la legitimidad de la crítica y la persistencia en la negación de los hechos no son simples disfunciones coyunturales: son los rasgos definitorios de una élite disociada. Este fenómeno atraviesa con igual intensidad los principales centros de decisión de Estados Unidos, Europa y España.
En el ámbito norteamericano, las grandes plataformas tecnológicas—Google, Facebook, Twitter—proyectaron la imagen de garantes de la libertad de expresión mientras consolidaban una arquitectura de censura selectiva orientada a deslegitimar cualquier cuestionamiento al consenso globalista. La imposición de aranceles sobre manufacturas estratégicas fue interpretada con histeria retórica como un riesgo existencial, cuando en realidad evidenció la fragilidad de un modelo de interdependencia que priorizó la rentabilidad financiera sobre la seguridad nacional.
Por otra parte, en la Unión Europea, la gestión de la crisis energética derivada del conflicto en Ucrania mostró una desconexión de la élite comunitaria respecto a la realidad económica de su ciudadanía. La imposición de sanciones indiscriminadas, presentada como un acto de virtud moral, supuso en la práctica el deterioro de la competitividad industrial y la caída del poder adquisitivo de los hogares. La retórica de la autonomía estratégica encubrió la falta de un plan operativo realista.
En España, la deriva del Gobierno central ha puesto de relieve un patrón equivalente de disociación. La gestión de la pandemia se caracterizó por la politización extrema de las decisiones sanitarias y el uso de decretos de estado de alarma cuya constitucionalidad fue posteriormente invalidada. La imposición de restricciones sin mecanismos de evaluación transparente no fue un simple error de ejecución: fue la manifestación de un convencimiento implícito de que el control político de la narrativa era un fin en sí mismo.
De igual forma, la respuesta institucional a la crisis inflacionaria ha oscilado entre el negacionismo inicial (“no habrá inflación”) y la apropiación propagandística de medidas de mitigación que en buena parte derivaban de fondos europeos. El discurso triunfalista sobre el desempeño económico contrasta con la evidencia empírica de una deuda pública que roza el 110% del PIB y un mercado laboral precarizado. La reciente decisión de politizar organismos reguladores —como el CIS o el Tribunal Constitucional— ilustra la pulsión de instrumentalizar instituciones diseñadas como contrapesos. Esta tendencia erosiona la legitimidad misma del contrato social.
La dimensión cultural de este fenómeno ha sido retratada con particular lucidez en la producción cinematográfica y literaria contemporáneas. “Don’t Look Up” (Adam McKay, 2021) representa la trivialización de las crisis reales por una elite mediática y tecnológica centrada en preservar su autoimagen. Por otra parte,“The Big Short” (2015) documenta la arrogancia estructural de Wall Street antes de la quiebra sistémica de 2008. Y “Triangle of Sadness” (Ruben Östlund, 2022) escenifica la vacuidad de las narrativas igualitarias que se desmoronan al primer contacto con la escasez.
En España, la reacción institucional ante la urgencia del movimiento independentista catalán es otro ejemplo paradigmático de disociación: el convencimiento de que el problema se resolvería por desgaste temporal derivó en un deterioro profundo de la confianza en la legalidad constitucional. La incapacidad de reconocer la legitimidad de la desafección de amplios sectores de la sociedad catalana, combinada con una respuesta que osciló entre la represión simbólica y la concesión táctica, terminó por fortalecer la percepción de que la cohesión territorial depende más de los pactos parlamentarios coyunturales que de un proyecto nacional compartido.
El caso español, en síntesis, reproduce el patrón internacional: la imposición de un relato oficial que se presenta como indiscutible, la deslegitimación automática de toda crítica como extremismo y la sustitución del debate plural por la construcción de un consenso artificioso.
La paradoja última es que la incapacidad de reconocer el coste real de sus propias decisiones ha generado un deterioro de la confianza institucional que ninguna operación de relaciones públicas podrá revertir. La insistencia obsesiva en etiquetar la disidencia como amenaza democrática ha reforzado la percepción de que el orden establecido es incompatible con la soberanía popular. Es, en esencia, el mismo dilema que describe Houellebecq en “Submission”: una intelligentsia convencida de su superioridad moral que renuncia a cualquier escrutinio de su propio legado.
La historia no concede indulgencias a quienes confunden el prestigio con la competencia. La arrogancia colectiva de las instituciones que se proclamaron inmunes al error ha generado un vacío de credibilidad que ninguna narrativa podrá llenar. Las sociedades perduran en la medida en que logran mantener un equilibrio entre sus ideales y sus intereses. Cuando esta simetría se quiebra, y las élites pierden la capacidad de actualizar su relato a la luz de los hechos, se inaugura un ciclo de declive.
Y es en ese umbral donde nos encontramos hoy: ante la disyuntiva de persistir en la disociación o reconstruir la legitimidad sobre la base del reconocimiento honesto de la realidad. La capacidad de resistencia de un Estado no se mide por la retórica con la que se adorna su elite, sino por la voluntad de enfrentar sin subterfugios las consecuencias de sus propias decisiones. Ningún sistema puede sostenerse indefinidamente si convierte en anatema la evidencia que desmiente sus mitologías.
