La situación que vive actualmente el estado de California no es solo una crisis local: es un síntoma avanzado del debilitamiento institucional cuando el poder político decide reemplazar el cumplimiento de la ley por el cálculo electoral. La violencia desatada recientemente en Los Ángeles —con ataques a agentes de ICE, vandalismo, banderas mexicanas ondeadas con orgullo mientras se quemaba la bandera estadounidense— no solo refleja una alteración grave del orden público, sino un desafío directo a la autoridad del Estado federal.
Lo más alarmante no es el caos mismo, sino la respuesta política: una élite estatal, encabezada por el gobernador Gavin Newsom y la alcaldesa Karen Bass, que no solo evita actuar, sino que escoge alinearse discursivamente con quienes desobedecen y atacan abiertamente a las instituciones federales. Esta omisión, revestida de retórica progresista, representa un punto de inflexión crítico en la relación entre la soberanía nacional y el poder estatal.
La génesis de esta crisis no es un accidente. Es el resultado predecible de una arquitectura ideológica construida durante años. En lugar de una política migratoria racional, el progresismo californiano ha optado por un enfoque emocional, que borra la distinción entre legalidad y necesidad. La inmigración ilegal ha sido normalizada, promovida e incluso amparada por autoridades estatales, no desde un enfoque humanitario realista, sino desde un cinismo que utiliza al inmigrante como sujeto útil para fortalecer relatos identitarios.
California ha permitido durante años la entrada y permanencia de millones de personas en situación irregular. Según estimaciones conservadoras, entre 12 y 20 millones de personas residen actualmente en el país sin autorización legal, con California como principal epicentro. La administración Biden ha sostenido una política migratoria permisiva que, aunque bien intencionada en sus fundamentos, ha resultado impracticable en su implantación. El estado no solo no cooperó con las agencias federales en la gestión de esta situación, sino que activamente se opuso a sus operaciones, creando zonas santuario y desincentivando la colaboración institucional.
El resultado es visible: saturación de servicios, crecimiento exponencial de la pobreza, y una población en tensión creciente. Hoy, ante los intentos legítimos del gobierno federal por restaurar la ley, la respuesta política desde Sacramento es el ataque, la descalificación y la pasividad frente a disturbios.
Ante este escenario, la intervención del Gobierno Federal no solo es legal: es necesaria. En diversos momentos de la historia, el Presidente ha asumido el control de las fuerzas estatales o ha intervenido directamente para garantizar el cumplimiento de las leyes federales. Uno de los ejemplos más notables es la acción de John F. Kennedy en 1963, cuando federalizó la Guardia Nacional de Alabama para garantizar la integración de estudiantes afroamericanos en la Universidad estatal, en contra de la oposición del entonces gobernador George Wallace.
Hoy, quienes insisten en que el Presidente debe “pedir permiso” a los gobernadores para ejercer su autoridad desconocen —o deliberadamente omiten— el principio fundamental de la supremacía constitucional. Cuando un estado se niega a aplicar, o peor aún, obstruye activamente la ejecución de leyes federales —especialmente en ámbitos sensibles como la política migratoria o el orden público—, el Ejecutivo federal no solo tiene la facultad de intervenir unilateralmente: tiene la obligación de hacerlo.
Pese a ello, esta misma mañana, en un segmento de Antena 3, un supuesto “experto” en Estudios Norteamericanos afirmó, sin el menor rigor jurídico, que el Presidente debía solicitar autorización a los gobernadores para intervenir con la Guardia Nacional. Afirmaciones como esa no solo son inexactas, sino peligrosamente desinformativas: distorsionan el diseño constitucional estadounidense y contribuyen a una narrativa errónea que confunde atribuciones legales con consensos políticos. La historia y la jurisprudencia son claras. El poder federal no se supedita al capricho de los estados cuando el orden nacional está en juego.
Donald Trump no está creando un precedente. Está siguiendo uno. Las intervenciones federales para restaurar el orden son parte del contrato social que mantiene unida a la República.
Las declaraciones recientes del gobernador Newsom —acusando a ICE de actuar con “crueldad” y calificando los operativos de “caóticos”— son el reflejo de un político que no gobierna, sino que editorializa. Más grave aún, instó a los ciudadanos a desobedecer indirectamente el sistema tributario federal como forma de protesta, lo que bordea peligrosamente el delito de incitación a la evasión fiscal.
En paralelo, figuras como la congresista Torres o el liderazgo progresista de Los Ángeles han contribuido al enrarecimiento del clima institucional. Llamados como “que ICE se largue de Los Ángeles” o la difusión de datos personales de agentes federales (práctica conocida como doxing) son acciones irresponsables que ponen en riesgo vidas humanas. No se trata de protestas pacíficas. Se trata de una insurgencia ideológica contra el Estado de Derecho.
Y lo que es peor: no ofrecen solución. Ninguno de estos actores ha presentado una estrategia creíble para manejar los 12 millones de personas en situación irregular, muchas de las cuales reciben asistencia pública mientras envían remesas millonarias —por más de $60 mil millones anuales— a sus países de origen, principalmente México.
Por otra parte, pongamos este fenómeno en contexto comparativo. Imagine un escenario donde un millón de estadounidenses se asentaran en Ciudad de México, se manifestaran violentamente contra el gobierno, quemaran la bandera mexicana y exigieran protección legal mientras ondean banderas estadounidenses. ¿Cuál sería la respuesta del gobierno mexicano? ¿Cuál sería la reacción de la población? Difícilmente sería permisiva. Difícilmente sería pacífica. El principio básico de cualquier Estado soberano es proteger su integridad territorial y legal.
El doble estándar es evidente. En Estados Unidos se tolera —e incluso se defiende políticamente— lo que ningún otro país aceptaría.
La respuesta no está en la radicalización, ni en el abuso de poder, ni en la deshumanización del inmigrante. La solución está en el restablecimiento del imperio de la ley. En establecer políticas migratorias claras, humanitarias pero firmes. En cooperar con las agencias federales. En dejar de utilizar el sufrimiento humano como arma electoral.
El Estado Federal tiene no sólo la autoridad, sino la obligación de actuar cuando los estados fallan. Y California, lamentablemente, ha fallado. Ha fallado a su ciudadanía legal, ha fallado a sus inmigrantes legales, ha fallado a la Constitución.
En síntesis, los demócratas se equivocan y todavía no han aprendido la lección del resultado electoral por apoyar cuestiones estólidas, alejadas del sentido común. La ciudadanía no exige perfección, pero sí exige orden. No exige unanimidad, pero sí coherencia. El Gobierno Federal no está actuando por capricho. Lo hace porque debe. Lo hace porque cuando el Estado deja de proteger el marco legal común, el caos se convierte en norma y la anarquía en alternativa.
Lo que está en juego no es un ciclo electoral. Es la vigencia del pacto republicano. Y ese pacto exige liderazgo, ley y lealtad institucional. Nada de eso se está viendo hoy en Sacramento.
Es hora de que el Gobierno Federal haga lo que corresponde: restaurar el orden, imponer la ley, y recordarle a California que aún forma parte de los Estados Unidos de América.
