Vivimos en una época donde los templos del consenso se derrumban mientras sus sacerdotes aún entonan himnos a la moderación. En España, esa religión civil que se ha dado en llamar “centrismo sociológico” —un mito cultivado desde la Transición como si fuese una revelación fundacional— ha dejado de tener devotos fuera de la élite política y mediática que lo necesita para justificar su inacción. La realidad es otra: no hay centro porque no hay paz. Hay fractura. Y no hay neutralidad posible cuando el país entero es un campo de batalla simbólico, ideológico y emocional.
El líder del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, encarna una forma de hacer política que, aunque respetable en sus formas, se percibe cada vez más como un reflejo anacrónico de otro tiempo. Su apelación reiterada al “sentido común” —lo cual, en principio, no es reprochable— va seguida de una exaltación casi ritual de la “moderación” y de esa “España sensata” que, lejos de funcionar como estrategia de anclaje o cohesión, suena ya como un gesto defensivo, como una negación obstinada de la profundidad del conflicto actual.
Es el eco tenue de una época en la que bastaba con no gritar para parecer razonable. Pero el país que hoy pisa Feijóo no es el de los consensos pasados, sino uno que tiembla en sus cimientos. Y cuando el suelo se agrieta, hablar en voz baja no se interpreta como templanza, sino como miedo. No es serenidad: es evasión. En un tiempo que exige claridad, carácter y coraje, la prudencia mal entendida se convierte en una forma sutil —pero letal— de impotencia política.
Desde tiempos antiguos, se nos ha advertido sobre el peligro de la equidistancia moral. En La Divina Comedia, Dante Alighieri reserva un círculo especial del infierno para aquellos que en vida “no fueron ni buenos ni malos”, sino que se negaron a tomar partido. Estos condenados, los ignavi, vagan eternamente, picados por avispas y arrastrando estandartes vacíos, porque ni el cielo ni el infierno los reclama. Difícil encontrar una metáfora más precisa del político contemporáneo que hace de la indecisión su estrategia, de la tibieza su virtud y de la ambigüedad su escudo. Mariano Rajoy encarna esa figura con inquietante fidelidad: el gestor que confundió el gobierno con la espera, el líder que creyó que el tiempo —y no el coraje— resolvería los conflictos. No tomó partido cuando más se necesitaba claridad. No actuó cuando la historia exigía dirección. ¿Puede imaginarse una imagen más patética y peligrosa que la de un dirigente que se enorgullece de no incomodar a nadie, mientras el país se descompone a su alrededor?
En la política española actual, ese infierno dantesco lo habita quien pretende hablar para todos, pero no convence a nadie. El centro político no es ya una síntesis integradora. Es un territorio minado por la incoherencia. Lo vemos en cada entrevista donde se elude una posición firme. En cada declaración que evita nombrar al adversario. En cada pacto implícito con lo inaceptable, bajo la excusa de que hay que ser “responsables”.
Pero ser responsables no es ser neutrales. Ser responsables es saber que, cuando se permite que el desorden crezca, lo que se está sembrando no es tolerancia, sino resentimiento. Y el resentimiento, como nos enseña la tragedia griega, siempre vuelve disfrazado de justicia.
Aquí conviene ser claros: el actual gobierno del PSOE, liderado por Pedro Sánchez, está inhabilitado moral, simbólica y estructuralmente para ejecutar las reformas que el país necesita con urgencia. No sólo por su dependencia de socios políticos que erosionan sistemáticamente el marco constitucional, sino porque ha renunciado a todo principio de verdad en nombre de una gobernabilidad frágil y negociada en la oscuridad. No se puede reformar un país mientras se trafica con sus fundamentos.
Esa tarea pendiente —difícil, urgente y moralmente ineludible— recae hoy sobre quien tenga el coraje de mirarla de frente y la visión suficiente para no apartar la mirada cuando arda. Si Feijóo no asume ese deber con palabras nítidas y actos firmes, si continúa refugiado en la retórica hueca de la moderación mientras el edificio cruje, será superado sin contemplaciones por quienes sí estén dispuestos a ensuciarse las manos para enderezar el rumbo. Porque en la historia, como en la política, el poder no tolera el vacío: lo ocupa quien se atreve. Y el coraje que no se ejerce, inevitablemente será ejercido por otro —tal vez con menos escrúpulos, pero con más decisión. No basta con estar presente; hay que estar a la altura. De lo contrario, uno no cae: simplemente es apartado.
Toda civilización —y todo proyecto político con dignidad moral— nace del impulso irrevocable de poner orden en el caos. No hay origen humano sin conflicto, ni hay comunidad sin forma. Este principio estructurante recorre los grandes relatos fundacionales de la humanidad: desde el Génesis, donde Dios separa la luz de las tinieblas y da forma al mundo a través de la palabra, hasta las narrativas contemporáneas con las que los jóvenes aún pueden reconocerse, como El Señor de los Anillos, donde Gandalf desciende voluntariamente a la oscuridad para contener a Sauron y proteger la posibilidad misma del bien. En ambos casos —el mito bíblico y la mitología moderna— la enseñanza es clara: la luz no se impone por inercia; debe ser defendida con riesgo, con sacrificio y con determinación. Ordenar el caos no es una metáfora literaria: es la tarea irrenunciable del liderazgo auténtico.
¿Qué implica esto en términos políticos? Que el líder no puede ser espectador. Que el gobernante no puede evitar el conflicto. Que el discurso de Feijóo —que pretende ordenar sin confrontar, restaurar sin reformar, liderar sin posicionarse— es profundamente antitético a la tarea moral del poder. El poder, cuando es ético, no se mide por la cantidad de gente que tranquiliza, sino por su capacidad de proteger lo que merece ser protegido, aunque eso implique enfadar a muchos.
El Caballero Oscuro (2008), de Christopher Nolan, encarna con precisión quirúrgica la tensión entre verdad y aceptación, entre justicia y apariencia. Batman comprende que, para preservar un bien mayor, debe asumir el precio de convertirse en lo que el público necesita odiar: el villano necesario. No busca reconocimiento, sino orden. No actúa para ser amado, sino porque no hacerlo sería una traición moral. En tiempos de colapso ético, la verdad no ilumina: incomoda, divide, incluso hiere. No siempre es aplaudida. Con frecuencia, es repudiada. Pero eso no la vuelve menos verdad.
La pregunta, en nuestro contexto político, es ineludible: ¿cuántos dirigentes españoles estarían hoy dispuestos a ser detestados por decir lo que es justo? ¿Cuántos sacrificarían su popularidad para sostener lo correcto? ¿Y cuántos, por el contrario, preferirán seguir siendo queridos a cambio de no decir nada, de no hacer nada, de no significar nada?
El centro, hoy, es el lugar de los que no quieren arriesgarse a esa pregunta.
Muchos analistas repiten como un mantra que España está “muy polarizada”. Y tienen razón. Pero conviene matizar: la polarización no es necesariamente una patología. A menudo, es el síntoma visible de que hay algo sustancial en disputa, algo que ya no puede resolverse mediante la costumbre o la inercia institucional. Cuando un cuerpo se inflama, no lo hace por capricho: lo hace para defenderse, para alertar de que algo no está funcionando. Lo mismo ocurre con una sociedad: cuando se polariza, es porque los viejos consensos han dejado de ser operativos, o han sido sistemáticamente desvirtuados.
En el caso español, uno de los consensos más maltratados ha sido aquel que, durante décadas, sostuvo la idea de una comunidad nacional articulada en torno a un marco constitucional compartido, a una narrativa común de progreso y reconciliación, y a ciertos límites morales que la política no debía traspasar. Ese relato no era perfecto, pero daba estabilidad. Hoy, ese acuerdo fundacional —tejido con esfuerzo desde la Transición— se encuentra no solo erosionado, sino activamente combatido desde los márgenes y, a menudo, desde el propio centro del poder político.
Los jóvenes, educados en una cultura de sospecha hacia toda herencia, ya no se reconocen en él. Las periferias lo interpretan como imposición centralista. Y una parte importante de la clase trabajadora, atrapada entre la precariedad y la desafección, lo percibe como un pacto ajeno a sus intereses. Frente a esta crisis de legitimidad, el centrismo se refugia en la negación: finge que todo sigue igual, que los puentes aún sostienen, que el edificio no cruje. Pero lo que hace, en realidad, es ocultar el termómetro, como si esconder el síntoma pudiera evitar el diagnóstico.
El problema no es que haya extremos. El problema es que el centro ya no tiene relato. No tiene mito. No tiene épica. No tiene sentido.
La literatura ha advertido con crudeza sobre los efectos de la indecisión política. Pensemos en Shakespeare: Hamlet, príncipe de Dinamarca, es un joven inteligente, sensible, educado… y trágicamente incapaz de actuar a tiempo. Su duda constante, su miedo a errar, su obsesión con la medida exacta del deber, lo convierten no en un héroe, sino en un espectador de su propia tragedia. Cuando finalmente actúa, ya es demasiado tarde. Todo ha sido destruido.
Esa es la imagen que proyecta hoy buena parte del liderazgo político español: el Hamlet institucional. El que duda cuando hay que actuar. El que calcula cuando hay que hablar. El que espera cuando hay que decidir. El que se desvive por parecer moderado, y por ello se vuelve irrelevante como Mariano Rajoy, un recuerdo terrorífico de cómo no hacer política.
La política no necesita más Hamlet. Necesita más Antígonas. Necesita líderes que estén dispuestos a confrontar la ley cuando la ley ya no representa la justicia. Que entiendan que la desobediencia moral, cuando el poder es ciego, no es traición: es deber.
En el cine contemporáneo, hay una constante revalorización del héroe que toma partido, aunque pierda. Películas como Joker (2019), The Banshees of Inisherin (2022) o incluso Dune (2021) retratan sociedades rotas donde el individuo solo puede encontrar sentido cuando elige una causa, aunque ello lo lleve a la soledad, a la violencia o al exilio.
Estos relatos conectan con el público porque hay una sed de significado que la política institucional ya no satisface. En un mundo donde todo es ironía, estrategia y simulacro, los personajes que creen en algo —aunque se equivoquen— resultan más veraces que los que solo calculan. ¿Quién preferiría votar a un político que se parece más a un asesor financiero que a un líder espiritual?
La política ha sido reducida a un problema de marketing. Pero el alma del país no se salva con slogans.
El futuro de España no se resolverá apelando a un centro que no representa a nadie. No habrá síntesis sin conflicto. No habrá reconciliación sin verdad. Y no habrá gobernabilidad sin identidad moral.
La derecha debe dejar de avergonzarse de tener principios. La izquierda debe dejar de vender neutralidad como modernidad. Y los ciudadanos deben dejar de premiar a quienes les prometen estabilidad cuando lo que se necesita es transformación con raíces.
Feijóo, si quiere liderar, deberá dejar de esconderse detrás del espejo retrovisor del “centro” y mirar de frente el desafío que tiene ante sí. De lo contrario, la historia —y las fuerzas vivas que ya no toleran más declive— le pasarán por encima sin remordimiento.
España necesita líderes que estén dispuestos a ser rechazados hoy para ser comprendidos mañana. Que no teman ser tachados de conflictivos, cuando lo que hacen es defender lo que merece ser defendido. Que comprendan que el precio de decir la verdad es la soledad, pero que ese precio es el único que vale la pena pagar.
Porque si no hay verdad, no hay comunidad.
Y si no hay comunidad, solo queda la selva.
En síntesis, el filósofo estoico Epicteto decía que lo único verdaderamente nuestro es nuestra voluntad. Todo lo demás —la reputación, el poder, la opinión ajena— es accesorio. En política, como en la vida, la decisión de posicionarse no es un capricho: es una afirmación del ser. El que no elige, se disuelve. El que no se compromete, desaparece.
El centro sociológico ha muerto.
Lo que se necesita ahora no es nostalgia, sino coraje.
Y el coraje empieza por decir esto en voz alta: no se puede agradar a todos y seguir siendo justo.
