En esta era de saturación digital, el deslizamiento infinito del dedo sobre una pantalla —aparentemente banal— se ha convertido en el nuevo gesto ritual de una civilización agitada, desbordada y fragmentada. El doomscrolling, o consumo compulsivo de noticias negativas, no es solo una disfunción del uso tecnológico: es un síntoma profundo del vacío contemporáneo, una señal clara de que algo se ha extraviado en el alma de nuestra época.
La ansiedad existencial que impregna la vida moderna no es un fenómeno nuevo. Pero lo que antes era abordado desde la filosofía, la contemplación o la experiencia del misterio, hoy es absorbido por algoritmos, explotado comercialmente y devuelto al sujeto en forma de ruido, imágenes de catástrofe y una sensación creciente de impotencia. En lugar de encontrar refugio en lo que eleva, muchas personas quedan atrapadas en un flujo incesante de narrativas distópicas que no ofrecen orientación, sino parálisis.
Lo alarmante del doomscrolling no es solo su efecto psicológico, sino su impacto espiritual. No en términos dogmáticos, sino en la pérdida de conexión con lo profundo, con aquello que trasciende el aquí y ahora. En palabras bíblicas : “Más que guardar cualquier cosa, guarda tu interior, porque de él brota la vida” (cf. Prov 4:23). Esa vida interior, en muchos casos, ha sido desplazada por la ansiedad, la urgencia y el espectáculo de lo negativo.
El problema no reside únicamente en el contenido, sino en la lógica que lo sostiene. Vivimos en una economía emocional que capitaliza la angustia, y en una arquitectura digital diseñada no para fortalecer nuestra libertad, sino para absorber nuestra atención. Las plataformas que usamos diariamente operan bajo una ingeniería del comportamiento que explota nuestras inseguridades más profundas. No solo nos muestran lo que “nos interesa”, sino que moldean, silenciosamente, aquello en lo que creemos y tememos.
Frente a este escenario, muchos buscan respuestas en métodos, terapias o prácticas que ofrecen calma momentánea, pero no siempre profundidad. La verdadera salida no pasa por apagar el dispositivo —aunque a veces sea necesario—, sino por reconfigurar el modo en que nos relacionamos con el tiempo, la verdad y el sentido. En un mundo donde todo cambia vertiginosamente, lo esencial permanece. Y eso esencial, aunque no siempre se nombre, actúa como una fuente inmutable que calma, ordena y da orientación.
Existe una corriente interior que resiste el ruido. Una presencia silenciosa que no impone, pero llama. Una mirada que no juzga, pero sostiene. No es necesario adherir a una doctrina para intuirlo; basta con detenerse, respirar y reconocer que dentro de cada uno hay una sed de lo verdadero, lo bello y lo justo. “Estad quietos y reconoced lo que permanece” (cf. Sal 46:10). Esa quietud es revolucionaria en una cultura que se alimenta del sobresalto.
El doomscrolling no solo fragmenta nuestra atención: nos desvincula de los demás, de la esperanza y de nosotros mismos. Nos encierra en un laberinto sin salida donde las emociones pierden sentido y la acción se diluye en la queja. Por eso, cualquier intento serio de enfrentar este fenómeno debe partir no solo del análisis técnico o psicológico, sino de una recuperación del arraigo espiritual, entendido como la capacidad de habitar el presente con profundidad, de mirar con compasión y de actuar con propósito.
La clave está en reconstruir una ética de la atención. Aprender a discernir lo que nutre de lo que distrae. Elegir, conscientemente, con qué nos vinculamos, qué dejamos entrar en nuestra mente y cómo cultivamos lo que permanece. En medio del ruido, urge volver a lo esencial. Y ese regreso no requiere grandes proclamas, sino pequeños actos: apagar el teléfono durante una comida, leer con pausa, escuchar sin prisa, contemplar sin ansiedad. Y confiar en que aún en medio del caos, hay una luz que no se apaga. “La luz brilla en la oscuridad, y la oscuridad no ha podido apagarla” (cf. Jn 1:5).
Esa luz tiene un rostro. Quienes han seguido los pasos de Jesucristo saben que en Él no solo se encuentra un mensaje de paz, sino un modo de estar en el mundo que no sucumbe ante el miedo, que responde al caos con compasión, y que ofrece descanso a los corazones fatigados: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mt 11:28). No se trata de una fórmula religiosa impuesta, sino de una invitación abierta, radicalmente humana y eterna, a redescubrir el sentido, sanar el corazón y vivir con propósito. Porque seguirle no significa apartarse del mundo, sino aprender a caminar en él con luz propia.
