En el corazón mismo de la civilización cristiana —y, por extensión, de toda ética fundada en la dignidad radical del ser humano— hay un gesto que desconcierta a los poderosos y avergüenza a los cínicos: poner la otra mejilla. No es solo un precepto, es un enigma espiritual, una paradoja moral, una trinchera invisible desde la cual se combate al mal sin empuñar la espada. No es estrategia ni cálculo: es teología vivida, praxis mística que redefine la condición humana desde su abismo hacia su trascendencia.
El mundo —con su lógica de acumulación, castigo y prestigio— no soporta este gesto. Lo considera signo de derrota, renuncia, sometimiento. Pero esa lectura parte de una ontología empobrecida: una visión del ser humano como pura voluntad de poder. Desde allí, la otra mejilla parece un suicidio moral. Sin embargo, desde el Evangelio, lo que se juega allí no es la pasividad sino el acceso a una forma superior de libertad: la libertad de no responder al mal con sus propias armas.
Ahora bien, esta libertad radical —la de absorber el daño sin replicarlo— no implica la negación del derecho a la legítima defensa física cuando la vida, la integridad o la dignidad de uno mismo o de otros están bajo amenaza inmediata. Poner la otra mejilla no significa entregar el cuerpo al asesino ni dejar desprotegido al inocente. El Evangelio no exige la anulación del instinto de conservación ni el abandono de la justicia; exige que la defensa no se transforme en venganza, ni la justicia en revancha.
Cristo mismo, aunque se entregó libremente a la cruz, reconoció los límites de la violencia injusta. Cuando fue golpeado durante su juicio ante el Sanedrín, no devolvió el golpe, pero sí interpeló al agresor con firmeza moral: “Si he hablado mal, muéstrame en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me golpeas?” (Juan 18:23). También se retiró del peligro cuando su hora aún no había llegado (Juan 8:59), y nunca condenó a los soldados por cumplir su deber con justicia (Lucas 3:14).
La tradición cristiana ha afirmado sin ambigüedades, desde San Agustín hasta Tomás de Aquino, que la legítima defensa puede ser no solo un derecho, sino un deber moral, especialmente cuando la omisión implicaría dejar en manos del agresor a los inocentes. La autoridad pública, en particular, puede recurrir al uso proporcionado de la fuerza —incluso letal— cuando no hay otra vía razonable para frenar un daño inminente y grave. La Iglesia, en su doctrina social, ha reconocido esta realidad, incluso mientras propone, como ideal superior, una cultura de la paz basada en la justicia restaurativa.
Por tanto, poner la otra mejilla no es una norma jurídica universal ni una renuncia al principio de justicia, sino una orientación espiritual que transforma el corazón del herido, evitando que se convierta en reflejo del mal recibido. Es una superación
Desde esta claridad, el mandato de Jesús en Mateo 5:39 puede ser asumido no como imposición, sino como propuesta liberadora. “A cualquiera que te abofetee en la mejilla derecha, vuélvele también la otra” no es una consigna de debilidad, sino una declaración de soberanía moral. El que pone la otra mejilla no abdica de su dignidad: la revela. No se rinde al agresor: lo confronta con una humanidad que no puede ser dominada. En ese gesto se manifiesta una libertad escatológica: la del alma que, incluso herida, se niega a replicar la estructura del mal.
Ese gesto no es natural, es sobrenatural. Exige un dominio de sí que pocas almas poseen. Es la negación activa del ciclo del resentimiento; es Viktor Frankl en Auschwitz eligiendo no odiar a sus carceleros para no cederles el último reducto de su humanidad.
La defensa legítima y el perdón radical no se oponen: se complementan desde planos distintos. La justicia protege la vida; el perdón la transfigura. Por eso, el alma que pone la otra mejilla no es la que se deja matar sin causa, sino la que, incluso al defenderse, se niega a odiar. Y cuando la herida ya ha sido infligida, y no queda más que decidir cómo vivir con ella, el perdón aparece como la única libertad posible.
Poner la otra mejilla no es sumisión. Es soberanía. No es evasión. Es redención. No es cobardía. Es el acto más fuerte que puede ejercer un ser humano libre.

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