La incertidumbre estratégica en tiempos de poder difuso

En una época en la que los relojes han perdido su autoridad para marcar el ritmo del mundo, gobernar ya no consiste en prever, sino en interpretar el caos. La incertidumbre estratégica —esa ambigüedad deliberada que reemplaza el cálculo por la intuición y el orden por la niebla— ha dejado de ser una anomalía. Hoy es la materia prima del poder. Y hay quienes no solo la comprenden: la moldean con maestría.

Durante siglos, la política fue concebida como una disciplina de anticipación. Desde Sun Tzu hasta Clausewitz, la estrategia consistía en reducir lo incierto a probabilidades y lo probable a planes. Pero esa lógica funcionaba en escenarios relativamente estables. Hoy, en cambio, el presente se define por la volatilidad. En este nuevo entorno, los líderes que sobreviven no son quienes intentan controlar el juego, sino quienes aceptan que las reglas ya no están claras.

Un caso paradigmático es el de Donald Trump, quien optó por gobernar desde el desconcierto calculado. Lo verdaderamente llamativo —y a la vez revelador— es que muchos medios tradicionales, habiendo erosionado su propia credibilidad, aún insisten en interpretar sus declaraciones de forma literal, como si la literalidad no fuera precisamente parte del juego que él propone. En España, basta con observar la cobertura de Antena 3, cuya línea editorial, salvo contadas excepciones como El Hormiguero, parece responder más a la automatización del guion que al análisis crítico. A ello se suman ciertos programas matutinos de radio que han hecho de la indignación un hábito y de la polarización un modelo de negocio rentable. En ese paisaje mediático, saturado de opinión e indigente de reflexión, Horizonte destaca —para bien o para mal— como uno de los pocos espacios que todavía se permite incomodar, desafiar el discurso dominante y explorar verdades fuera del consenso. En estos momentos, es el único programa de los medios tradicionales al que recurro para escuchar lo que más se aproxima a la verdad.

Sin embargo, más allá del ruido, Trump es —en muchos sentidos, especialmente durante su segundo mandato— un disruptor. Su retórica desordenada, su comunicación errática, su tendencia a romper acuerdos y modificar posiciones no son simples tropiezos tácticos. Forman parte de una estrategia consciente. Su estilo no pretende construir una narrativa coherente, sino sembrar desconcierto. Al utilizar la imprevisibilidad como arma —amenazando hoy, negociando mañana— descolocaba tanto a aliados como a enemigos.

Durante su primer mandato, transformó la política exterior en un laboratorio de inestabilidad controlada. La relación ambivalente con Corea del Norte, las guerras comerciales con China o la gestión polarizante de la pandemia son ejemplos de cómo el caos, cuando se administra con cálculo, puede convertirse en un activo. Trump no explicaba: sorprendía. Y en esa sorpresa residía su ventaja.

Vladimir Putin, por su parte, representa otro estilo. Menos improvisador, más coreógrafo. Su modo de ejercer el poder se basa en producir opacidad: disfraza intenciones, borra huellas, proyecta ambigüedad. La anexión de Crimea sin soldados identificables, las campañas globales de desinformación o la guerra en Ucrania —donde las narrativas se solapan y contradicen— ilustran su dominio de la ambigüedad como herramienta de desgaste sostenido. A esta lógica se suma un gesto revelador: convocar personalmente una reunión de alto nivel con Volodímir Zelensky en Turquía, para luego no asistir. Ese vacío deliberado no fue un descuido diplomático, sino una puesta en escena cuidadosamente calculada, diseñada para dejar al interlocutor suspendido entre la expectativa y la frustración, debilitando su posición sin necesidad de palabras.

Para Putin, la incertidumbre no es un accidente del entorno: es una arquitectura deliberada de poder. Al no declarar nunca del todo sus intenciones, obliga a sus adversarios a responder a sombras. Y ese desgaste permanente amplía su margen de maniobra.

En China, esta lógica se manifiesta de forma distinta. Xi Jinping no improvisa, pero sí vela. Su herramienta no es el caos, sino la opacidad institucional. Nadie sabe con certeza si abrirá la economía u optará por el repliegue, si buscará la reunificación con Taiwán por la fuerza o por presión silenciosa. Todo parece bajo control. Pero, en el fondo, todo es profundamente indescifrable.

El aparato comunicacional del Partido Comunista mantiene un equilibrio quirúrgico entre previsibilidad superficial y volatilidad estructural. Lo que aparenta ser un guion racional y frío es, en realidad, otro modo de incertidumbre: el silencio calculado sobre las intenciones reales puede ser tan desestabilizador como los sobresaltos de Trump o la teatralidad opaca de Putin.

Estas dinámicas no son únicamente políticas. La literatura y el cine han anticipado —con una lucidez casi profética— los mecanismos de la incertidumbre estratégica.

En 1984, George Orwell retrata un poder que no necesita prohibir para dominar: le basta con desorientar. La distorsión del lenguaje, de la historia y de la verdad destruye la posibilidad misma de resistir. Cuando la incertidumbre penetra la realidad, ya no hace falta represión: la ambigüedad hace el trabajo.

El cine ha captado con precisión esta sensibilidad hacia la incertidumbre. Arrival (2016), dirigida por Denis Villeneuve y basada en el relato corto Story of Your Life del escritor de ciencia ficción Ted Chiang, plantea una crisis radical: el lenguaje mismo se convierte en frontera cognitiva. La imposibilidad de comprender una forma de comunicación no lineal desestabiliza no solo la lógica de la previsión, sino la propia noción de tiempo y causalidad.

En otro registro, The Road (2009), adaptación cinematográfica de la novela homónima de Cormac McCarthy, ofrece una mirada aún más sombría. Es una obra profundamente atmosférica y existencial que sigue el trayecto de un padre y su hijo a través de un mundo postapocalíptico, devastado y sin explicación clara sobre el origen de la catástrofe. En ambos casos, la incertidumbre no es un decorado narrativo: es la condición misma de la experiencia humana.

Don’t Look Up, por su parte, ofrece un retrato ácido de nuestras élites. Frente a una amenaza inminente, optan por convertirla en espectáculo. El problema no es el meteorito, sino el desgobierno. La incertidumbre no se enfrenta: se mercantiliza.

En este contexto, seguir pensando en el control absoluto es no haber entendido la época. Las democracias, diseñadas para gobernar con datos, consensos y horizontes estables, se ven forzadas ahora a operar en entornos inestables y opacos. Esto exige otro tipo de racionalidad: respuesta rápida, elasticidad institucional y tolerancia al error.

La incertidumbre debe dejar de entenderse como amenaza externa y asumirse como condición estructural. El desafío no es erradicarla, sino aprender a convivir con ella sin colapsar. Para eso hace falta una ética del gobierno que abandone la obsesión por la predicción y adopte principios de adaptabilidad, resistencia y humildad estratégica.

Giovanni Papini decía que hay épocas donde el sol desaparece y los hombres avanzan a tientas. Pero también advertía que en esos momentos nacen nuevas formas de pensamiento, porque la oscuridad obliga a mirar de otro modo. Y eso es lo que nos toca hoy: no se puede domesticar el futuro, pero sí se puede navegar con inteligencia, con brújula y con sentido.

Los líderes del mañana no serán quienes prometan certezas, sino quienes sepan leer la niebla como terreno de juego. No necesitamos control total. Lo que hace falta es lucidez en el desorden. Y en esa lucidez —frágil, inestable, pero lúcida al fin— puede gestarse una nueva forma de liderazgo: uno que no impone el orden, pero tampoco se entrega al vacío. Uno que, simplemente, no se rinde.

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