La carencia de perspicacia política de González Pons

En las últimas décadas, la política española se ha configurado como un espectáculo de decadencia intelectual, de corrupción extendida, y de una indiferencia casi enfermiza hacia las necesidades del pueblo. Dentro de este panorama desalentador, Esteban González Pons se perfila como una figura representativa, el retrato vívido de una generación política que avanza con paso decidido hacia el vacío de su propia irrelevancia.

Las palabras de González Pons hacia el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, plagadas de calificativos como “macho alfa de una manada de gorilas» y referencias al “entierro de valores democráticos”, revelan no solo una imprudencia flagrante, sino también una alarmante falta de discernimiento político. Ocupando un puesto clave en el Partido Popular, destinado teóricamente a proyectar una imagen de solvencia institucional de España en el ámbito internacional, ha transformado la diplomacia en un grotesco sainete que poco tiene que ver con el rigor o la responsabilidad de un estadista.

En el ámbito de la política exterior, las palabras son herramientas estratégicas: deben ser empleadas con precisión quirúrgica, pues tienen el poder de construir o destruir. González Pons, sin embargo, las utiliza con la torpeza de un neófito que no comprende la profundidad de sus consecuencias. Su lenguaje pedestre, más cercano al fragor de las redes sociales que al de un político con visión de Estado, no solo degrada el debate público, sino que mina la reputación de su partido y, por extensión, de España misma.

Además, su intento de ensalzar a la obispa Marian Budde como modelo de liderazgo político es un ejemplo de su desconexión con la realidad. Tomar una homilía, por emotiva que sea para él, y convertirla en una guía de acción diplomática revela una ingenuidad preocupante. Reducir las complejas relaciones entre España y Estados Unidos a un sermón moralista es, en el mejor de los casos, una estrategia simplista; en el peor, una muestra de cinismo.

El historial de González Pons está plagado de ejemplos que evidencian su falta de perspicacia política: desde su controvertida propuesta de que la Iglesia Católica ordene obispas, hasta su gravísima acusación al gobierno español de haber sido un «cooperador necesario» en un golpe de Estado en Venezuela, apuntando directamente al expresidente José Luis Rodríguez Zapatero como artífice de esta maniobra. A esto se suman sus críticas desproporcionadas al Tribunal Constitucional, su apoyo supuestamente inadvertido a una reforma que permitió la reducción de penas a miembros de ETA y su desmesurada analogía entre la Ley de Amnistía y el Holocausto. Cada uno de estos episodios no solo subraya su falta de criterio político, sino que muestra una alarmante capacidad para transformar cualquier intervención en una oportunidad desperdiciada y en un daño para su propio partido.

González Pons no es un estratega político ni un arquitecto de una visión de futuro; es, más bien, el sepulturero de su propia credibilidad y de la confianza que algunos aún depositan en su partido. Su presencia en la política no es un símbolo de liderazgo, sino una tragedia que empaña el escenario político español y pone en entredicho la seriedad de quienes aún le respaldan.

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