El poder, como las profundidades del océano, se manifiesta en una superficie en calma mientras oculta, en su fondo más oscuro, corrientes implacables y voraces. Lo que la política muestra a los ojos del ciudadano común es solo el decorado de un teatro cuidadosamente escenificado. Parlamentos, ministros, presidentes; todos actores de una obra escrita y dirigida por fuerzas mucho más insidiosas, invisibles pero palpables. Detrás de la fachada de las instituciones democráticas modernas, se despliega un juego de poder mucho más sofisticado, articulado por élites económicas y políticas que, lejos de ser electas, manejan los hilos del Estado, no para el bien común, sino para la preservación de su propio dominio.
En las democracias occidentales, y de manera particular en la estadounidense, la participación electoral es el ritual mediante el cual el ciudadano se siente parte del sistema, convencido de que su elección tiene peso en el destino de la nación. Pero este ritual, como una misa antigua que ha perdido su fervor, solo sirve para mantener la ilusión de elección, mientras que las estructuras de poder fundamentales permanecen intactas. Desde los primeros años de la República, el bipartidismo ha sido el escudo que garantiza la continuidad de un sistema cuyo diseño intrínseco no admite disrupciones verdaderas. Este complejo fue ingeniosamente construido para encauzar cualquier amenaza potencial hacia los márgenes de la irrelevancia, preservando así la esencia del poder en manos de las élites.
Es en este escenario donde Donald Trump irrumpe como un fenómeno incómodo, un error en la matriz del poder. Las élites no temen a Trump por las políticas que pudiera impulsar, sino porque su mera presencia desestabiliza las reglas tácitas que han garantizado el control. Trump no es solo un político; es una anomalía en un sistema que depende de la previsibilidad, de la disciplina, de un orden inquebrantable. Sus gestos desmesurados y su retórica incendiaria agitan las aguas profundas, despertando en amplios sectores de la sociedad una percepción latente: que el sistema está diseñado para proteger los intereses de unos pocos, mientras que las preocupaciones del pueblo son reducidas a eslóganes vacíos.
El verdadero peligro de Trump es que no respeta las reglas no escritas del poder. No entiende, o no le importa, que el equilibrio entre las fuerzas políticas visibles y las sombras que las controlan es frágil. En lugar de someterse a las normas históricas que protegen el sistema, Trump, con razón desafía abiertamente sus cimientos. Para las élites, esto no es solo una amenaza política. Es un desafío existencial. Si el delicado equilibrio que les ha permitido mantener su control sobre el aparato estatal se ve comprometido, la estabilidad que han gozado durante décadas podría desmoronarse con la misma rapidez con la que un castillo de naipes se derrumba ante una ráfaga de viento.
Los medios de comunicación y las plataformas digitales, que en otro tiempo fueron observadores imparciales, ahora son piezas esenciales en la maquinaria de poder. En lugar de ser instrumentos para la verdad, se han convertido en guardianes de la narrativa dominante. Trump ha sido descrito como un populista peligroso, un agitador que amenaza el orden democrático. Sin embargo, esta construcción mediática no está diseñada para proteger a la sociedad de una figura como Trump, sino para asegurar que el sistema siga siendo incuestionable, imperturbable. Las élites, que se presentan como protectoras de la democracia, son en realidad los arquitectos del poder que se oculta tras la fachada de las instituciones visibles.
Lo que verdaderamente asusta a estas élites no es Trump en sí, sino que su ascenso es el síntoma de un malestar profundo en la sociedad, una señal de que las grietas en el tejido del sistema son más grandes de lo que muchos quisieran admitir. La imprevisibilidad de Trump es peligrosa no por sus ideas, sino por la posibilidad de que encienda un movimiento que exponga las fisuras que se esconden detrás de la fachada de estabilidad que el sistema proyecta.
La lucha entre Trump y el establishment no es simplemente una cuestión electoral. No se trata de una contienda entre dos partidos o entre dos visiones del futuro. Lo que está en juego es la continuidad de un sistema cuidadosamente diseñado para servir a los intereses de unos pocos, mientras que los muchos son pacificados con la ilusión de que sus voces tienen un impacto real. Trump, con todas sus imperfecciones y defectos, representa la grieta en ese sistema. Su mera existencia pone en evidencia que el mecanismo que ha permitido a las élites mantener su poder no es invulnerable.
En última instancia, un sistema basado en el control y la manipulación de las percepciones no puede permitir que una figura, según ellos tan errática altere el equilibrio. La estabilidad, para estas élites, es un bien supremo que debe ser preservado a toda costa.
Así, lo que estamos presenciando no es una simple pugna por el poder, sino un enfrentamiento más profundo: entre la perpetuación de un sistema que funciona en las sombras y la posibilidad de que algo distinto, aunque incierto, pueda emerger. Las élites saben que, si Trump no es neutralizado, como perece que incitaron con su intento de asesinato, su mera existencia podría desbaratar una maquinaria que ha operado durante tanto tiempo, casi sin oposición. El desafío de Trump no es un evento aislado; es una señal de que los engranajes del poder, aunque invisibles, no son inquebrantables, y que el equilibrio sobre el que se ha construido el sistema puede ser mucho más frágil de lo que sus arquitectos jamás quisieron admitir.
