Mi sendero ha sido un ascenso arduo a través de terrenos escarpados y agrestes, dejando despojos de la vestimenta de mi ser en la ruta hacia la cima. No me refiero a la cima material que muchos ciegos aspiran a conquistar, como fariseos obsesionados, sino a esa cúspide donde se encuentra la verdadera paz. Una serenidad que emana del conocimiento.
Fue en 1984, en San Juan de Puerto Rico, donde recibí la luz. Sin embargo, esa luz no logró llenar el abismo negro y profundo que nos separa de nuestro propio ser, impidiéndonos conocer nuestra verdadera identidad.
En 1993, entre Tenerife y Las Palmas, inicié un periplo de estudio horizontal que culminó en 2013, cuando la búsqueda finalmente se elevó a un plano vertical. En medio de la desesperación de un buscador, rogué por una gracia y me fue otorgada. Experimenté un suceso que sacudió mi mente y conciencia, liberándome de la caja de plomo y concediéndome la gracia de un metal que resplandece como el sol.
Había solicitado la capacidad de discernir y resolver cualquier dilema de la vida. Dicen que debemos ser cautos con nuestros deseos, pues pueden hacerse realidad. Lo que algunos consideran una bendición, para otros es una maldición. La impotencia de ver las cosas con una perspectiva cristalina y una anticipación tan aguda que los que nos rodean nos tildan de insensatos resulta frustrante.
Aquellos que se entregan a la labor del estudio y la reflexión pagan un alto precio: desengaños, traiciones, envidias y el odio de quienes se sienten amenazados al descubrir que conocemos sus maquinaciones. En un mundo materialista y superficial, la amenaza de la pobreza siempre planea sobre aquel que camina en el desierto en busca de un oasis.
En esta línea, en la encrucijada de la existencia humana, donde convergen la vida, la integridad, la espiritualidad y la responsabilidad individual, emerge la imperante necesidad de una profunda reflexión. Al observar críticamente cómo la desviación de los principios fundamentales de integridad y sabiduría afecta no solo a nuestra especie sino también a la Tierra, nuestro hogar común, que sufre ante la falta de respeto por sus leyes naturales, nos vemos llamados a una mayor consciencia.
La vida, ese regalo precioso compartido, se enriquece cuando reconocemos que cada individuo lleva consigo la capacidad y la responsabilidad de contribuir al bien común. Vivir de acuerdo con principios éticos no es solo una elección personal, sino un imperativo moral que nos insta a alinearnos con el bienestar colectivo. La interconexión de nuestras vidas nos insta a comprender que nuestra responsabilidad individual es un componente crucial en el tejido más amplio de la existencia.
En este viaje hacia la contribución positiva, destaca la necesidad de cultivar el amor y la comprensión. El amor, concebido no solo como una emoción, sino como un compromiso activo con el bienestar de los demás, se erige como el fundamento sobre el cual construir una sociedad más resiliente y compasiva. La comprensión, capacidad de empatizar y aceptar las diferencias, se presenta como el puente que une nuestras diversidades y promueve la colaboración constructiva.
